domingo, 15 de julio de 2007

SEXO EN ESTADO PURO

La vida no debería repetirse. Sin embargo, lo hace. Cuando en Junio del 2003 salí de Centroamérica con el alma, la mente y el cuerpo destrozados por una sinrazón, pensé que había vivido lo suficiente, que había gozado, experimentado y sentido todo lo que al nacer, alguien, por encima de mí, me había asignado. Durante meses tuve el convencimiento de que mis sueños, mis quimeras, mis ilusiones tenían la bonita cifra de caducidad de los 60 años. Por aquellos días, para evitar que la lujuria ablandase mi cerebro eche mano de uno, dos, tres o cuatro gin-tonics con los que sustituía mi sexualidad por una apacible borrachera. Era mi droga nocturna, una pócima que cada mañana eliminaba a base de ejercicio, ejercicio y más ejercicio. Así pasaba los meses. Bueno, y estudiando un bonito curso de masaje con el que creí relajarme pero que, a la larga, me hizo aprender un montón de anatomía, estiramientos, elongaciones y no sé cuantas técnicas mas. Todo para cubrir una retahíla de horas muertas de un aburrido prejubilado.
Sería injusto decir que el curso fue solo eso. Lo fue y algo más. Fue un conocer gente joven, lucirme a base de comentarios jocosos e inventarme historias fantásticas con alguna de mis compañeritas. Fue un curioso test de invierno para un desengañado de la vida.
Para colmo, el sexo. El motor de mi existencia pareció esfumarse. Bien sabe Dios que lo intenté, pero siempre termino en un tremendo fracaso. Con el tiempo llegue al convencimiento de que, que las asturianas era, sino frígidas, si algo despegadas de todo lo relacionado con el placer carnal, o que yo, y por ende mi pajarito, habíamos entrado en un lamentable estado de apatía total. Pensé hacerme trapense o franciscano de clausura, pero las señoras seguían obsesionándome y eso me preocupaba. Me atraían sus caras, sus ojos, me perdía en la profundidad de sus pechos, paladeaba mentalmente la turgencia de sus pezones, buceaba entre sus muslos buscando el pececillo travieso que cantaba Juan Luis Guerra, erizaba la redondez de sus glúteos y caderas con el roce áspero y mojado de mi lengua, en fin que les deseaba, mas aun que la fría celda de cualquier monje dedicado a la contemplación divina.

.- Lo lamento, estoy muy borracho. Primero lo pensé, después lo dije.
.- No te preocupes, estamos muy bien.
Con cualquier otra mujer aquello habría sido el principio del fin. Con ella no. Lo que mi sexo no pudo cumplir si lo hicieron mi lengua y mis dedos. Al amanecer las sabanas mostraban los restos de sus múltiples orgasmos y mi cuerpo las huellas resecas de su flujo vaginal que, de forma casi constante expulsaba. Rosa era alguien muy por encima de lo normal, a lo que se añadía el ser mas de 20 años más joven que yo.
La vi por primera vez en unas prácticas de masaje. No pertenecía a mi grupo pero el azar nos colocó en camillas contiguas, es mas, el destino hizo que aquel día frivolizase sobre el libro de Tarot que llevaba y de lo poco fiable que era su profesión o su hoby. Pasaron meses hasta que, en otras de las clases de recuperación y sin apenas conocerme, me dijo que, hasta que no arrojara de mi corazón la imagen de una mujer, ninguna otra podría ocuparlo. Mas que gracia eso me impacto; entre otras razones, porque era verdad. Después todo fue rápido, quizás demasiado rápido. Fuimos juntos a un seminario a León, donde bailamos como peonzas hasta altas horas de la madrugada. Yo me emborrache y ella deambula como loca buscando un hombre para su cama vacía. Volvimos a encontrarnos en el Congreso de Técnicas Parasanitárias celebrado en Madrid durante el cual sus amigas empezaron hacer gracias sobre nuestra, hasta entonces, inexistente amistad. Por último, en la cena de entrega de los títulos del curso, nos sentamos juntos, me beso en la boca y terminamos en la cama. Yo, como dije, borrachito del todo.
Prometí no beber más. El sexo aun estaba muy por encima del alcohol. La segunda vez fue un maratón de orgasmos para ella y un éxito para mi. Le había prometido un masaje y, de verdad, que así fue. Después entramos, púdicamente, en la sauna. El calor nos excitó. Nos desnudamos y sin salir del cubículo la masturbe. Mas tarde ella hizo lo mismo conmigo. Bajamos desnudos a casa, nos duchamos y pasamos las siguientes horas dándonos placer en la cama. La habitación olía a semen, a fluidos vaginales, a feromonas, como ella decía, a sudor. Al amanecer, nos dormimos.
La opinión, que hasta entonces tenía de la mujer asturiana, cambio por completo. Rosa era, y lo sigue siendo, diferente. El animal sexual más perfecto con el que tropezado a lo largo de mi vida.
El protocolo masaje-sauna-cama volvió a repetirse y con idénticos resultados Las horas de sexo no tenían principio ni final. Siempre estaba dispuesta, caliente, húmeda. Le daba lo mismo mi sexo que mi lengua que mis dedos. Todos sus huecos: boca, vagina y ano, eran depositarios de mis cuidados, mis caricias, mis penetraciones. Una noche empezaron las fantasías. Las suyas, las mías, las de ambos.
Primero fuero las playas nudistas. Su ilusión de pasear desnuda por la arena, de tomar el sol como vino al mundo, de que le esparciera crema solar sobre su cuerpo y, como quien no quisiera la cosa, terminase masturbándola al calor del astro rey. Luego la fotografía. Deseaba que le hiciera fotos sin ropa, muy maquillada, con joyas, collares, en posturas provocativas. Hacérmelas ella a mí. Suspiraba con que nos las hicieran mientras la poseía. Entraba entonces la tercera persona: el fotógrafo. En otro momento la pasión se recreó en el hecho de que, cuando la penetraba, alguien: el mirón, le acariciase los pechos. De ahí paso al erotismo del jacuzzi. Bañarnos, con otra serie de parejas, en un centro de relax y, como no, todos en pelotas. Tras una cena con amigos se obsesionó en salir, la próxima vez, sin ropa interior de modo que pudiese acariciarle el coñito entre plato y plato. Al final soñó con el sexo compartido, hacerlo con una pareja de negros o mulatos de forma que él la trabajase a ella y la negrita a mí.

Eran todos deseos oscuros de la mente fruto de la pasión del momento y que, tras el acto sexual, se desvanecían.
.- Lo harías alguna vez, le pregunte un día.
.- No lo sé, me respondió, tal vez sí.
Yo, cegado por la lujuria y ante la lejanía del verano y sus playas nudistas, empecé a buscar información sobre clubes liberales, centros de relax naturistas, fotógrafos y mirones que se ofrecían por una mínima cantidad de dinero. Me obsesioné con la provocación, con el riesgo, con su cuerpo, sus tetas, sus orgasmos, sus sueños.
Y si lo hiciéramos, me preguntaba. Lo disfrutaríamos, nos cortaríamos. Eran preguntas sin respuesta, interrogantes que solo ella podía descifrar.
Tras dos meses de sexo salvaje viaje a Madrid por Navidad. La excitación me acompañó. La soñaba, la deseaba, me masturbaba con su recuerdo. En cierta ocasión lo hicimos mientras hablábamos por teléfono. Al comunicarnos siempre estaba dispuesta a vivir sus fantasías, deseaba mas, me azuzaba a que escribiera, a que volcase mi erotismo en el papel.
Faltan apenas unos días para el reencuentro. Ese volcán que tiene entre las piernas será, seguro, el primero en darme la bienvenida y todo lo que la imaginación ha ido desgranando sé ira, día a día, llevando a la práctica. Serán las fotos, los desnudos, los baños relax, el sexo en público. Será lo que ella quiera.
Pienso que nadie la detendrá. Que el año entrante transgrediremos todo lo políticamente correcto, todo lo que a ambos nos enseñaron de pequeñitos en nuestros respectivos colegios religiosos.

lunes, 2 de julio de 2007

VERBENA NOCTURNA EN FELECHOSA

Puede que sino hubiera comprado una cómoda con cajones y no hubiese hecho reorganización general de cuanto tenía distribuido por una serie de armarios, nunca llegara a imaginar que, lo que yo creí un hermoso sueño de verano, fue, en su día, una realidad.
Todo lo bueno y lo malo de aquel verano del año 2001 estaba condicionado por lo que quería mi amigo Manolo. Él fue, a golpe de digo y ordeno, quien altero lo que normalmente era una velada tranquila convirtiéndola en una noche de viajes, copas y encuentros si deseados.
Carmen, él y yo, tomábamos una o dos copas en algún bar de la zona, luego yo subía a casa y preparaba la cena, y él se retiraba a dormir y nosotros nos enfrascábamos en alguna discusión intrascendente al calor de otro güisqui y otra ginebra. Aquel glorioso día de San Joaquín empezó igual, hasta creo recordar que comimos arroz con frijoles; la cosa empezó a complicarse cuando Manolo, en vez de hacer el consabido “mutis por el foro”, se sirvió otra copa y nos pregunto, con la mejor de sus sonrisas, si conocíamos al grupo folclórico Las Gaviotas, que por cierto, esa noche, actuaban en Felechosa y alguien le comentó que eran excelentes. Yo no sabía donde estaba Felechosa, a esas alturas de la noche iba por la cuarta ginebra, con lo que el conducir era un suicidio, y lo del concierto era mas que dudoso pues el cielo estaba encapotado y cada poco caían algunas gotas.
A pesar de nuestra oposición frontal el no se amilano, alguien podría llevarnos y traernos. Tendría que ser abstemio, conocer la carretera y conducir de noche con soltura. Ángel amigo, con derecho a roce, de Carmen, fue el elegido. En un abrir y cerrar de ojos se le llamo por teléfono, se le levanto de la cama y se le hizo venir a recogernos. Mientras lo esperábamos Manolo sé confeso. No era el grupo musical, ni su rubia vocalista, lo que le interesaba, era la mama de la cantante a quien quería sorprender asistiendo a la actuación de la niña. Tal vez se anule el concierto por el agua, le decíamos, o la madre no aparezca, o llegue con el padre. No hubo forma el se empeñó en ir.

Llegó el conductor, tomo una recena, nos montamos en su Audi y salimos hacía Felechosa. Para quien no lo conozca, el pueblecito esta como en el culo del mundo, o mejor, en el cielo ya que se llega a él a través de una carretera sinuosa de montaña y sin apenas visibilidad. Su agresiva conducción hacía que Carmen y yo, en el asiento posterior, nos moviéramos como muñecos intentando evitar que, en cada curva, uno cayera sobre el otro. Al fin llegamos y ahí empezaron nuestros males. Las aldeas perdidas no suelen tener aparcamientos y los coches, a medida que llegan van arrimándose al arcén formándose una larga serpiente multicolor. En nuestro caso por ser aun temprano, apenas si teníamos que recorrer un kilómetro. Salimos bien, bueno no tan bien, pues Manolo presa del nerviosismo y de la oscuridad reinante hundió su pie derecho en un lodazal. Protestó, se cagó en todo lo cagable, pero como el causante de la romería era él, pidió un trapo y mal que bien se limpio el zapato. “Al llegar a Oviedo lo tiraré” le oímos decir a cola del pelotón que lentamente ascendía hacia la pradera donde iba a celebrarse la verbena.
Éramos de lo menos duchos en ese tipo de celebraciones así que, pese a los imprevistos e improvisaciones, llegamos muy temprano. Tampoco fue eso. Los últimos en lo relativo al servicio de cocina y los primeros en lo concerniente a las copas y el baile. Bajo un enorme entoldado tapizado de mesas, aun correteaban los niños a la espera de que sus padres los llevaran, a las 12, a la cama. En uno de los laterales, una cuadrilla de desaliñados camareros ordenaban vasos, bebidas alcohólicas, refrescos, hielo y limones a la espera de futuros consumidores. Rompimos el fuego, para mi una ginebra con tónica y dos güisquis para Carmen y Manolo. Ángel, agua.
Al concluir la primera ronda la pradera empezó a poblarse, en una esquina se ilumino un escenario, de lo más rústico, y alguien manipulo el equipo de sonido subiendo a limites inalcanzables el grado de decibelios. Hasta entonces ni el presentador ni el grupo musical y mucho menos la amiga de Manolo habían dado señales de vida. Carmen y yo, pedimos otras copas y nos mezclamos con las parejas que ya ocupaban la pista. Bueno, eso de la pista era un eufemismo. Ocupamos un prado inclinado, algo mojado y con una fina capa de hierba. Ahora, quien sufrió los efectos de la vida rural fue la buena de Carmen; en un abrir y cerrar de ojos desgracio sus zapatos, se embarró los bajos de la falda y derramó su copa sobre una señora que la sujetó para evitar que se cayera.

Al reagruparnos Manolo estaba radiante. Habían llegado. Como a 50 metros de nosotros la familia al completo nos daba la espalda. La niña, con un beso se separó de la madre y subió al escenario. El trío se presento y encadeno una tras otra una serie de melodías pegadizas y populares. El publico fue, lentamente, animándose, el prado se pobló de parejas, y Manolo no sabía como hacerse notar. Salid a bailar, a ver si por fin se da cuenta de ti, te reconoce y nos saluda.
Claro que se dio cuenta, tanto ella como los casi cincuenta bailarines que nos rodeaban. Las copas, el suelo húmedo, la pendiente del prado se conjuraron para que, en uno de mis giros rápidos, perdiera pie, me soltara de Carmen, trastabillara y cayera, cuan largo era, sobre el barro de la pista. La música se detuvo, la gente se arremolino sobre el caído, o sea, yo, Carmen intentó levantarme, hincándose, al hacerlo, de rodillas y estropeando aun más su ya deteriorado traje, y como no, la amiga de Manolo me vio, se acerco, nos saludo y se lamento de mi maltrecha estampa.
Mientras me medio lavaba, Manolo explicaba con todo tipo de detalles, su presencia en el lugar, achacándonos la salida nocturna y nuestro gusto por la música y el baile. Cumplida su misión, se despidió y nos encaminamos de nuevo al coche.
Ángel, algo dormido pero sobrio y Manolo contento por el desenlace de la gira, volvieron a ocupar los asientos delantero, Carmen y yo, bastante borrachos, nos repantigamos detrás. Si la subida había sido movidita, la bajada fue un autentico carrusel. El coche serpenteaba violentamente y ambos nos desplazábamos a su compás de izquierda a derecha. Ella caía sobre mi y yo sobre ella. Tan pronto su mano se aferraba a mi rodilla como nuestras mejillas se rozaban. En momentos nos abrazábamos como tiernos enamorados y en otros nos distanciábamos como enemigos irreconciliables, pero, por lo general hicimos todo el recorrido pegados el uno al otro, muy pegados.
Lo correcto hubiese sido llegar a Oviedo y retirarse cada mochuelo a su olivo, pero de nuevo Manolo, aun eufórico, por el encuentro, se empeñó en invitarnos a otra copa. El local era oscuro, con una serie de peldaños a la entrada, las mesas muy bajas, los sillones excesivamente blandos y la concurrencia nula. Éramos los únicos clientes. Sentarnos fue fácil y agradable, levantarnos, un suplicio. Ángel tuvo que ayudar a Manolo. Yo me golpeé con la mesa volcando el vaso vacío de Carmen.
Salimos. Ángel se ofreció a llevar a Manolo a casa en su coche y yo acompañé a Carmen al garaje a recoger el suyo. Todos nos despedimos.
Este pudo haber sido el final correcto de la noche, pero no lo fue. La coquetería es innata en la mujer aun el los peores momentos. Carmen me rogó ir a casa a lavarse la cara y maquillarse un poquito. Ese ruego, tan natural, termino de marcar el día. Subimos, dejo el bolso y la rebeca en una silla de la cocina y, en vez de entrar en el cuarto de baño, se abalanzó sobre mí. Fue un golpe bajo e imprevisto. Note sus labios sobre los míos, su lengua pugnado por entrar en mi boca y sus brazos entrelazados a mi espalda. Ahí me descontrole, o mejor dicho, pase a tomar el control. Los besos se hicieron mutuos, las caricias surgieron de improviso, las manos empezaron a buscar la carne escondida y deseada. No podía creerlo. Ella, la dama pudorosa, tímida y recatada, se estaba transformando en la mujer agresiva, sexual y desinhibida con la que sueña cualquier hombre. No sé cuando dejamos la cocina y llegamos al dormitorio, tampoco como fuimos quitándonos la ropa, ni cuando caímos desnudos sobre la cama.
Fue un cortejo lento. Tenia media noche por delante y los efectos del alcohol casi habían desaparecido. La fui acariciando, le bese los pechos, duros y pequeños, mordisque sus pezones. Mi lengua, con su cuerpo por delante, inicio un recorrido descendente, se perdió el la cintura, lentamente buceó en la humedad de su sexo, ensalivo sus muslos, sus pies, sus dedos. Estaba inerte, lo admitía todo. Subí hacía su cara y, desgraciadamente, estaba traspuesta. La tape y a pelo, como estábamos, nos dormimos. Mañana por la mañana terminaremos pensé mientras el sueño me envolvía.

Me confundí. Al despertarme había desaparecido. Ni un adiós, ni una nota, nada que hiciera referencia a la noche pasada.
Al día siguiente de nuevo la vi. No dijo nada, tomo su güisqui, yo mi ginebra, Manolo hizo algunos chistes sobre la experiencia nocturna, cenamos y nos despedimos. Paso el verano, un año, otros muchos años. Lo que aquel día ocurrió empezó a desvanecerse en mi mente como un sueño querido y deseado, nunca real. Hasta ayer cuando por un azar del destino, reorganice mis armarios.
Mañana, cuando Carmen y el grupo de amigos que a veces leen mis fantasías eróticas, vean esta, sin duda será la primera en decir. “José Luis, que cosas escribes, todo esto es una gran mentira” y en una primera aproximación tendrá razón, pero cuando, cual avezado prestidigitador, extraiga de mi bolsillo unas braguitas y un sujetador, su ropa interior que por las prisas dejo olvidadas bajo la cama y que mas tarde la señora de la limpieza lavó y guardo en uno de mis cajones, tendrá que admitir que fue real, que entre el alcohol y el deseo, tuvimos una experiencia sexual nunca concluida. Yo seguiré viendo, ahora con absoluta certeza, su cuerpo desnudo, su piel blanca, casi transparente, su sexo escasamente poblado, sus pechitos.
Estas cosas pasan cuando uno hace, un mal día, limpieza general. Pueden aparecer recuerdos vividos que dormían el sueño de los justos y que muchas veces creímos que eran fantasías.
“Carmen, verdad que son tuyos” preguntaré ante el asombro general y solo el silencio, como respuesta, inundará el bar en el que cada día tomamos una copa.