lunes, 27 de abril de 2020

EL PENE DEL Sr. FLETCHER.

José Luis
Puede decirse que toda la culpa la tiene la maldita cuarentena. Antes, por lo general uno estaba tranquilo en casa, como buen jubilado, no hacía nada y nadie me lo reprochaba. De repente el Gobierno decreta el estado de alarma y, todos a casa, sin salir, sin poderse enfadar, oyendo por las tardes “Resistiré”, sin futbol, sin deportes, sin los entretenidos concursos de televisión que ya nunca serán como antes.
Para bien o para mal, yo con mi señora y su mama en el hogar, la una con un ataque continuado de limpieza y orden, la otra con una obsesión ciega por la cocina. “Estamos en alarma pero es Semana Santa”, decía la suegra, hay que hacer torrijas y filloas, es la tradición. Las hacía y todos engordábamos. Tú vago, gritaba mi “santa” a ver si de una vez por todas ordenas los armarios, sobre todo el de los papeles, el día menos pensado se llenaran de coronavirus y será peor. Termine haciéndole caso.
Había, de todo, sobre todo fotos. Siendo joven y con la oposición de, la de entonces mi mujer, empecé un curso de fotografía. Hice muchas, aprendí técnicas de revelado, iluminación, almacenamiento, conservación. Cuando me case de nuevo, la fotografía había evolucionado, los ordenadores sustituyeron las máquinas y la imagen el papel se pasó de una época a otra. Ahora las instantáneas no se guardaban en soporte orgánico sino en memoria. En los años de transición seguía haciendolas, las revelaba y en los mismos sobres que me las entregaban las guardaba. Ni las ordenaba en álbumes ni las archivaba en  memoria.
Fui haciendo  montoncitos por fechas, lugares, eventos cumpleaños, navidades. Pensé volver de nuevo a los álbumes, ya que, eso sí, los negativos estaban desaparecidos, deseche la idea. Las vería, recordaría cuando, donde y como las tome y las guardaría en alguna bonita caja de aluminio.
Allí estaba el viaje a Tulum, surgió como un relámpago luminoso en la negra  noche de la cuarentena que vivíamos.
Porque fuimos, quien nos lo indicó, como lo encontramos. La verdad es que nadie. El azar, los problemas de alojamiento y transporte guiaron nuestros pasos. Hubo, eso sí, ciertos condicionantes. Rosa quería playa, sol, trópico en estado puro. Yo algo más, ansiaba ver de nuevo los vestigios de la civilización Maya, visitar sus emplazamiento y, si surgía la ocasión comprar algún hacha o cuchillo de obsidiana, aquellos con los que los sacerdotes oficiaban sus rituales, con los que cortaban el pecho de las jóvenes doncellas y aún vivo y palpitante lo ofrecían a sus dioses.
Algo más rupestre fue el empeño, por parte de ambos, que fuese un establecimiento de los que los estadounidenses denominan “Clothing Optional Resorts” o sea nudista para los hispanos.
Algo como esto, que en principio pareció difícil y complicado, no lo fue, Internet, amigos y el boca a boca de la Asociación naturista asturiana guiaron nuestros pasos hasta el “Intima Resort”, establecimiento que cumplía todas nuestras expectativas.
Piscina del Intima Resort
Hace años Tulum era un pueblo hippy soñoliento que principalmente atraía mochileros de bajo presupuesto que intentaban escapar de Cancún. Hoy en día, se está convirtiendo rápidamente en el destino más moderno de la costa maya. Los albergues de cama y desayuno siguen siendo muchos, pero la variedad de opciones ha aumentado a apartamentos de alquiler, bungalós de playa y resorts todo incluido.
El “Intima Resort“ era un hotelito coquetón; una especie de enorme bungaló con techo artificial de ramas. Apenas 15 habitaciones, distribuidas en tres plantas, una piscina con bar incorporado y un adosado que hacia los usos de comedor y sala de fiestas.
Nos asignaron una habitación al extremo de la última planta. Tras ducharnos y deshacer la maleta y enfundados en sendos pareos propagandísticos  obsequie de la casa, bajamos a la piscina. Una señorita, sentada en el bar acuático, nos ofreció dos margaritas, muy fríos como bienvenida de la casa y nos deseó una muy feliz estancia.
Estábamos solos. Tumbados en dos tumbonas dejamos que el sol eliminara, casi por encanto, el cansancio de más de 12 horas de viaje y abriera ante nosotros una temporadita de paz, relax y placer.
Con las horas los bordes de la piscina fueron llenándose de parejas. No muchas, como cuatro o cinco. Todas desnudas, todas como recién llegadas.
Se sentaron a nuestro lado. El, grande, negro, ella morena. Nos saludaron y se tendieron al sol. Al rato un camarero paso ofreciendo margaritas, roncitos helados con limón y coca colas. Fue el principio de la relación. Tomamos las bebidas y nos sentamos en una mesita.
El Sr.Fletcher y su mujer Guadalupe, pasaban, cada año, 15 días en la zona, en parte por trabajo y en parte por sosiego. El, de Kingston, doctor en Agricultura tropical por la Universidad de las Antillas, ella, chiquita de México D.F.  Especialista en cultura Maya por el Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Eran una pareja físicamente atípica. El, enorme, oscuro, ella clásica mexicana, baja, regordeta, morena, habladora. El, callado, tranquilo, ella un manojo de nervios. Ambos de tendencia socialista. Ella  del Partido de Acción Nacional (PAN) y el  del Laborista Jamaicano.
Comimos juntos. El azar nos había colocado puerta con puerta y la erótica del viaje hizo que congeniaremos.
         —Nos vemos luego— dijo Guadalupe— de paso os enseñamos la playa. Está muy cerca y acotada por el hotel.
Era preciosa. Blanca. Rodeada de palmeras. Con una serie de templetes para tomar el sol o descansar. Barcitos con bebidas. Toallas, pareos. Profesionales que, o bien te trenzaban el pelo o te marcaban un tatuaje. Vendedores de frutas y suvenires. Trepadores de palmeras.  
Ocupamos una de las mayores pérgolas y nos tumbamos los cuatro. Nadie parecía asombrarse de la desnudez total de la zona. Salvo los camareros y el personal de apoyo todos estábamos en pelota. A nadie le preocupaba.
Bueno a todos no. Rosa me cuchicheo al oído.
         —Mira la polla del Sr. Fletcher, es enorme. Nunca vi nada parecido. —
Sonreí. Seguro que esta noche no dormiría pensando en semejante aparato. Recordé, no sé porque,  la gran polla que tuvimos en España, la del Rey Fernando VII; este borbón  tenía una enfermedad llamada macrosomía genital, o unos genitales que se desarrollaban muy por encima de lo que consideraríamos normal y según Próspero de Merimée, escritor e historiador francés de la época, el pene del rey era "fino como una barra de lacre en su base y tan gordo como el puño en su extremidad". El Sr. Fletcher mostraba sus atributos enormes, pero no deformes.
De la playa al hotel. Ese era el momento difícil en el que uno no sabe qué hacer, más aun en un “resort” como aquel perdido en el Yucatán mexicano. Dormir en la habitación, leer, pasear por los alrededores.
         —Y si fuésemos al yacusi—dijo Guadalupe. No era mala idea.
El establecimiento, construido en tres plantas, poseía, al final de cada nivel, un yacusi para los inquilinos de la zona. Por estar nuestras habitaciones al final del tercero, vivíamos casi frente a frente del que nos correspondía.
Pequeña, como máximo para seis personas, con un para sol adosado, dos mesitas, sillas y unas vistas excelentes hacia la puesta del sol  nuestra gran bañera con burbujas era un pecado para ojos y sentidos.
Anochecía. Una verbena de luces ampliaba el erotismo del lugar.
Fue la primera en llegar.
         —Venga, españolitos, que no tenemos todo el día. —
Cayó en el centro de la pileta salpicando, tanto al Sr.Fletcher como a nosotros  que estábamos colocando, en una mesita auxiliar, nuestras pertenencias.
Solo los cuatro, desnudos, en agua caliente, rodeados de burbujas, sintiendo su cosquilleo que iba desde la punta de los pies a la base de los genitales, viendo el sol, como una enorme naranja, sumergirse en el horizonte.
Bueno, no todos. Rosa miraba otra cosa. Estaba absorta con la polla del Sr. Fletcher. Aparecía y desaparecía entre la capa de espuma.
Si a lo largo de la mañana había sido el oscuro objeto de sus ojos, ahora la tenía al lado, pierna contra pierna. Su fijación era excesiva, tanto que hasta Guadalupe, de por si despreocupada, se percató.
         —Que, Rosa, te gusta el instrumento de mi marido. —
         —Sí, que quieres que te diga. Nunca había visto uno de ese color ni de ese tamaño—
         —Mujer, pues disfrútalo. Vamos fuera y jugamos un poco. A él le da lo mismo. —
Salimos, acomodamos las sillas de modo que los hombres se sentaran en unas, con sus atributos al aire, y nosotras, en otras en frente  a fin de tenerlos, como quien dice “a mano” y poder disfrutar de sus órganos viriles a nuestro antojo.
         —Rosa, no te cortes haz lo que quieras, no se va a enfadar. Yo voy a jugar con el de José Luis—
Pese a mi atrevimiento verbal la realidad es que estaba un poco cohibida. Allí, al aire libre casi en público. Era de noche y estábamos solos paro seguro que hasta no empezar la faena, no estaría tranquila.
         —Míralos que monos. El del tuyo parece un bomboncito  y el del mío un brazo de gitano, de chocolate. Venga anímate, no decías que nunca habías tenido uno como este. —
Lo toque, primero, con un dedo, lo fui deslizando cuan largo era, luego con la palma de la mano. La  cerré. Sentí la carne caliente, empecé a excitarme, se me fue humedeciendo la vagina. Aquello iba creciendo, endureciéndose.
         —Cómelo, esta para un buen bocado—Oí a Guadalupe muerta de risa—
Fui acercándomelo a la boca. Pase la lengua por la punta, por el orificio final. Era enorme y apenas si podía abarcarlo. Lo chupe, lo recorrí  a base de lengüetazos. Palpe sus testículo, contraídos. Seguí chupando, chupando aquel pene, el del Sr. Fletcher. Era enorme, hubiese deseado engullirlo en la boca, pero no podía. Lo friccione con las manos. Me lo coloque entre las tetas y con ellas lo fui masajeando. Esperaba que de un momento a otro estállese, que su semen me inundara.
         —Venga para ya, me lo vas a matar— volvió a decir Guadalupe, decorada la cara con el semen de José Luis, otro día seguís. Hay que ir a cenar.
Rosa
Salieron temprano. Guadalupe y José Luis se levantaron al amanecer y partieron en una buseta privada de la Universidad a Valladolid para recorrer las ruinas mayas de la zona. El confiaba adquirir, en algún mercado negro, objetos de obsidiana de esa civilización, preferiblemente un cuchillo o algún hacha; ella, que conocía a los equipos arqueológicos de campo, serviría de cicerone e intermediaria en caso de necesidad.
Quede en la cama. Imaginaba como podría pasar, sola, todo el día en aquel paraíso tropical.
Primero desayunar.
En el enorme bungaló que hacía las veces de restaurante se distribuían las mesas con manteles blancos y flores; en uno de los laterales un gran bufet ofrecía a los huéspedes cafés, bebidas, frutas, huevos, pan, pastas, todo lo que se podía incluirse en un desayuno americano. Iba a sentarme cuando me llamaron.
         —Rosa, aquí conmigo— oí decir al Sr. Fletcher.
Vi al gran moreno solo, como yo, en una mesa y ni dude en acompañarlo.
         —Buenos días, también solito—
Quien iba a decirme a mí, treinta años antes, durante aquel periodo loco de mi existencia en el que anduve unas fiestas de San Mateo persiguiendo a un grupo de estadounidenses de color por ver si conseguía verle alguno la polla, que ahora estaría en un hotel idílico del Caribe con un moreno real, al que ya había  visto desnudo y a quien había palpado y sopesado su enorme  instrumento. Cosas de la vida; entonces quede con las ganas y ese fue un pequeño trauma que tuve durante muchos años.
Desayunaba de acuerdo a su tamaño, o sea mucho. Al terminar propuso, para más tarde, ir a la playa, tomar el sol, pasear. Me pareció excelente.
Quedamos en la puerta. Iba con guayabera blanca y gorra de béisbol, parecía más alto y más negro
Una  serie de templetes con piso de madera  y cierre de gasa en los laterales se alineaban a lo largo del límite de la playa. Algunos huéspedes ya disfrutaban del sol, solos o acompañado pero eso sí, todos desnuditos. .
Fletcher se acomodó en uno del extremo, justo el que colindaba con el pasillo de entrada, el más próximo al bar, ahora vacío. Con el mismo pudor con el que actuó la tarde anterior, o sea, ninguno, se despojó de la ropa quedando como dios lo trajo al mundo, pero más crecidito. Se repantigo sobre el gran colchón de base, acomodo gorra y gafas mirándome para que lo imitara.
No lo dude. Deshice el nudo que sujetaba el pareo, cayó y quede, como todos, desnuda y libre. Me embadurne cuerpo, tetas y culo de crema protectora, y al sol.
Junto a Fletcher parecíamos algo así como la leche y el café o el punto y la i. El, negro, casi azulado, yo blanquísima. El grande yo pequeñita.
         —Vamos a pasear—dije. —Hace mucho calor, seguro que en la orilla se estará mejor.
Se levantó, recogió sus pertenencias, volvió a recolocarse las gafas, ayudó a levantarme y caminó hacía el agua.
Lo que en Asturias tal vez hubiese parecido extraño allí no. Éramos una pareja interracial paseando, el con la mano sobre mis hombros o mi cintura yo orgullosa de mostrarme. Nada paso. Nadie se alboroto, ni nos señaló ni, que nosotros lo oyésemos, comento nuestra anacrónica figura.
Dos kilómetros de arena blanca, harinosa, un agua cristalina, el murmullo de olas rompiendo era todo cuanto nos acompañaba.
Íbamos en silencio. Ni sé que pensaba él ni conque soñaba yo. Estábamos con los pies en el agua y la mente en el cielo.
Volvimos a los templetes. Ahora y por delante de ellos, casi junto al mar, había otros vacíos con una camilla o dos en el centro.
         —Ya los han puesto—dijo —Te apetece un masaje—
Había recibido cientos pero ninguno como el que se me ofrecía: Al aire libre, en un espacio abierto y en medio de la playa.
         —Si quieres lo tomamos a mi si me gusta—
         —Completo—
         —Como quieras—
         —Te invito, voy avisar a los masajistas—
Salió hacia recepción. Quede viendo el ir y venir de las olas, esperando.
Llego Fletcher y una pareja, chico-chica, de masajistas. Sin duda el para mí y ella para él.
Entramos en uno y nos adjudicaron las camillas, indicándonos que nos tumbásemos. Estábamos ya desnudos y, aun así, nos cubrieron con sendas toallas.
Pese al ambiente y lo atípico del lugar un masaje siempre es un masaje. Y así empezó aquel.
Quien me atendía, el chico, lo inicio extendiendo por la espalda una capa de aceite, que fue distribuyendo por hombros, cuello brazo y cintura. Sus manos friccionaban, estiraban, oprimían los músculos, los relajaban. Me fui adormilando. En sueños note como eliminaban la toalla, como golpeaba los glúteos, oprimía las piernas, los gemelos. Desperté cuando un hilo de aceite templado cayó sobre  la raja de las nalgas excitándome el ano y luego unos dedos traviesos le siguieron masajeándolo. No sé si estaba a gusto o enfadada pero ya, a aquellas alturas del proceso, no iba a protestar.
         —Dese la vuelta—
Obedecí.
Quede mirado el cielo azul, al masajista, a Fletcher a mi lado con su enorme polla caída.
De nuevo el aceite y unas manos que lo extendían. El masaje normal había terminado y el erótico empezaba.
No es lo mismo que te trabajen la espalda o los omoplatos que los pechos, la tripita o el pubis.  Primero los senos, los rodeo, acaricio, apretó, después los pezones con los que jugueteo, pellizco. El tiempo apenas pasaba y cada vez me excitaba más. Empezaba a humedecerme a olvidarme de todo. Continúo hacia abajo. Estómago, pubis  piernas. El aceite, al caer, cosquilleaba el clítoris, las ingles. Tras él las manos, los dedos, buscando mi placer, mi goce. Yo cada vez más y más caliente, mojada  perdida.
Abrí los ojos.  Fletcher, al lado, sufría un tratamiento similar y su pene empezaba a tener vida, fuerza, potencia.
Volví a centrarme en mí, en aquellas manos que me daban placer que me hacían retorcer de gusto, me hacían olvidar donde estábamos y como me encontraba.
El sexo nunca es eterno y el clímax acabo en una oleada de fluidos vaginales, un orgasmo continuo y una paz enorme.
         —Tomemos un trago— oí entre olas.
Fletcher, de pie, me ofrecía la mano y el pareo.
         —Un roncito con limón y mucho hielo son buenísimos para estos casos.
Un roncito, otro y otro más. La comida, un café cargado.
Subimos a las habitaciones. No llegue a la mía.
Al pasar por la suya me tomo en brazos, la abrió y caímos sobre la cama.
Alguna vez idealice estar con un negro, nunca lo hice. Hoy estaba con uno. Desnudos bajo el enorme ventilador del techo fuimos tanteándonos, investigando nuestros cuerpos diferentes. El buscaba mis pechos, sus pezones claros. Yo su polla. Su enorme falo negro cada vez más firme y turgente. Jamás había tenido entre mis manos algo parecido. Una sobre la otra apenas lo cubrían. Lo acariciaba, frotaba, mordisqueaba. En la boca apenas si cabía pero con la lengua hacia diabluras. Estaba claro que aquello no entraba en mi coño pero también que íbamos a jugar a tope y que su leche terminaría regando mi cintura. Paso mucho rato hasta que cubiertos de semen quedamos dormidos en la cama.
Eran las cinco cuando limpios, aseados y en pareo, aguardábamos a nuestras parejas en el bar.
Llegaron pletóricos, sucios y contentos.
         —Nos duchamos y al jacuzzi—dijo José Luis Estampándome un beso en los labios.
José Luis
Que será de los Fletcher, de aquel resort encantador, del yacusi. En la calle llueve. Mañana los niños, solo ellos, podrán romper la cuarentena, podrán, como dice la orden ministerial, ir a la farmacia, al banco o los supermercados, que agudos. Oigo a mi suegra despotricar contra el Sr. Presidente que habla mucho y no dice nada, que ha sido engañado, no como un chino sino por los chinos, vendiéndole mascarillas defectuosas y test en mal estado, que es el hazmerreír de la Comunidad Europea a la que propone medidas económicas que están en contra de sus propios reglamentos. Que está manejando esta crisis, la más grave de las vividas hasta ahora, con una gestión caótica, improvisada y sin consenso.
Como diría Rick Blaine (Humphrey Bogart) a Ilsa Lund (Ingrid Berman) en la película Casagrande (1942): “Siempre nos quedará Paris”. Pensaremos que esto acabara que veremos de nuevo el sol, los paseos con gente, los bares, las terracitas, los niños corriendo y los mayores meditando en cualquier banco. Pasará tiempo y nos aferraremos, como en la película, a que el amor, la libertad y la vida están siempre por encima de la separación o de la política con su infame y mal manejada cuarentena, de más de 100 días. 

jueves, 16 de abril de 2020

LA DOCTORA SOLEDAD

Se llama Soledad y es la responsable del servicio de Endocrinología y nutrición del Centro Sanitario Asturiano. Llegue a ella de la mano del doctor José María Ricardo, cardiólogo de la misma institución, que me trataba y sigue haciéndolo, de una angina de pecho que ni sentí cuando me dio ni me molesto hasta que él dijo que podía morir sino seguía un tratamiento adecuado. De aquello han pasado quince años y ahora, sin duda y por llevarle la contraria, moriré de coronavirus.
Un buen día, a la vista de mis nefastos resultados clínicos y al constante aumento de peso el bueno del doctor me recomendó a la endocrina del Centro por si tenía problemas con las hormonas, los ganglios o cualquier otra víscera de mi interior.
La fui a ver. Tras una primera revisión llego a la conclusión que no tenía nada dentro de su rama. Era, eso sí, viejo, gordo y feo. En su opinión todos mis males radicaban en la ya lentitud de mi organismo y en la serie de medicamentos que, para controlar el corazón, me había recetado su amigo y compañero, mi cardiólogo del alma, perdón, del corazón.
Soledad Garcialope del Rio, morena, rizosa y muy habladora, tras mi primera visita se convirtió en la nutricionista familiar con la idea de mi mujer, no de conseguir una apolínea figura, pero si mantener un peso ideal de acuerdo a su edad y características físicas.
Cada tres meses la visitábamos. Siguiendo una rutina, casi germánica, nos medía, pesaba,  evaluaba los ensayos clínicos y terminaba diciéndome que, para mi edad, dale con la edad, estaba bien, que más quería. Todo  eso acompañado de una clase teórico-práctica sobre el funcionamiento del hígado, el páncreas o los riñones, el porqué de la subida del azúcar o la repentina aparición nocturna de agarrotamientos en gemelos y dorsales.
La doctora nos iba, consulta tras consulta, contándonos su vida. Había tenido cinco parejas, la primera, como yo, Ingeniero de Minas, la ultima un especialista en coches que se dormía viendo la televisión y que en su opinión terminaría con una grave afección lumbar. Tenía mala suerte con los hombres. Entre uno y otro vivía con su padre, abogado ya jubilado, aficionado al gin tónic, al vino tinto, los aperitivos y la tortilla de patatas.
Ante mis ojitos curiosos, no críticos como los de mi señora esposa que también la visitaba, al margen de las lecciones de medicina popular, Soledad solía mostrarnos retazos aislados de su hermosa anatomía.
Un buen día al recoger no se  papeles de la mesa posterior, su bata blanca ascendió de forma inusitada dejando al descubierto toda la longitud de sus piernas, casi hasta poder ver unas inexistentes braguitas, otro, comentando  los desarreglos alimenticios que tenía por vivir con su padre, se medió desabrocho la blusa para enseñarnos la tripita y de paso constatar que no llevaba sujetador, por último tras la ruptura con uno de sus hombres presumió de delgadez separándose y bajándose el pantalón
         —Mira cuanta cintura he perdido—
Comentó a mi mujer.
Yo vi cintura, ombligo y otras cosas.
Soledad era más que un galeno una curiosidad médica y humana.
Teníamos cita para el 19 de Marzo y por culpa del maldito coronavirus hubo que eliminarla. La doctora nos envió un correo, nos recomendó que nos cuidáramos y que, cuando pasase todo, nos volveríamos a ver.
Ahora me dedico a nada. Llevo treinta días en cuarentena sin salir, sin tomar una copita en el bar, sin pasear. Hasta sin leer pues las preocupaciones del día posterior, si es que llega, me impiden concéntrame. Paso las horas mirando, no viendo, el ordenador, cocinando, haciendo nuevas recetas, ojeando correos y WhatsApp, viendo periódicos e intentando creer lo que el gobierno nos cuenta. Aún recuerdo a nuestra Ministra Montero en la manifestación del 8 de Marzo diciendo que no pasaba nada y dando besitos y abrazos a todo bicho viviente.
En esta situación física, emocional y humana recibí, entre el montón de correspondencia que saturaba el ordenador, una nota de mi aseguradora médica privada en la que “on line” me continuaba ofreciendo sus servicios. 
“En estos momentos tan excepcionales la compañía quiere acompañar a sus asegurados para que no tengan que desplazarse por motivo médico y, por ello les recordamos que:
.-Instale ahora en su móvil la App siguiente entrada para familiarizarse con sus servicios y en caso de necesidad podrá:
         Consultar dudas sobre coronavirus por chat
         Chequear sus síntomas automáticamente con Digital Doctor y si persisten las dudas, chatear con un médico DKV sobre ello.
         Programar una cita médica para consultar desde su móvil por videoconferencia o voz, con las especialidades de Traumatología, Ortopedia, Pediatría, Ginecología, Obstetricia, Comadrona, Dermatología, Endocrinología, Nutrición, Psicología y Coach.
         Guardar los informes médicos o imágenes para que el especialista pueda verlos durante la consulta.
.-Registre en su agenda el número siguiente….., de consulta telefónica con el "Médico 24 horas" desde el que le asesorará o resolverá el caso según los protocolos médicos actuales.”
Casi de forma inmediata apareció el correo de Soledad. Se ofrecía, durante el confinamiento, a seguir, vía telemática, con sus consultas. Me daba cita para analizar, por este medio, los últimos análisis clínicos que tenía en su poder.
Si estaba de acuerdo podía contactar con ella y me enviaría las claves y horas en las que podernos ver.
Era una novedad insospechada. Le dije que sí y me envió entradas y contraseñas para la conexión.
14 de Abril. Celebración de la Segunda República. Cinco de la tarde hora de la interconexión médica. Por los nervios, la novedad  o mi desconocimiento, abrí el ordenador e introduje las claves con bastante antelación. El ingreso fue casi inmediato. En la pantalla surgió la vista general de una silla y por fondo una habitación medio vacía. Una puerta, un pasillo y como cierre un armario acristalado. Espere. Allí no había, hasta que apareciese la doctora, nada reseñable.
La magia de la óptica. Cuando creí que Soledad se vería en la pantalla, tras su mesa de trabajo, surgió el reflejo del reflejo de una serie de espejos en cuyo último estadio se la veía desvistiéndose antes de enfundarse en su bata de trabajo. Debí irme pero no me fui. Me que mirando.
Sola, sin sentirse observada, fue desprendiéndose de la ropa. Primero la blusa. Sus pechos revolotearon, se reflejaron en los espejos y aparecieron en la pantalla. Duros, pequeños, saltarines. Ni les prestó atención. Se desabrocho la falda. Cayo al suelo dejando ver una ridícula braguita, de esas llamadas de hilo de seda, que no dejaba nada a la imaginación y si a la contemplación de sus glúteos, “caídos hacia arriba”, como diría mi amigo Jerónimo, especialista en señoras. Eran como en sueños los imaginé, duros, redondos, altos. Se pavoneo un instante ante el espejo y de repente, se enfundo en una pudorosa bata blanca de consultas. Apareció en pantalla.
         —José Luis, ¿estas ahí?—
         —Sí, esperando—
Era mentira. Aun brillaba en mi retina su cuerpo desnudo, su indiferencia, su atrevimiento. No la deseaba como doctora sino como venus desnuda.
         —Muy mal los resultados. La glucosa alta, el ácido úrico, la Gamma-GT, el CPK-NAC, el TSH y  el fibrinógeno, todos por las nubes. Viendo la fecha de la extracción debiste pasar unas Navidades excelentes.
Hay que ir bajándolos, aunque en este periodo de confinamiento es más que difícil. Sigue el régimen alimenticio que os recomendé.
Te espero para después de esta larga cuarentena. Repite los análisis que te enviare y nos volvemos a ver, confió que en directo, a finales de Mayo, como el lunes 25, si te va bien.
         —Perfecto. Pongo un correo confirmando los análisis.
Corte la conexión y lamente que lo visto en pantalla no quedase allí como fondo permanente, pero al menos de algo bueno sirvió la consulta “on line”
Visto desde mi ventana el confinamiento decretado por el Gobierno era casi total. Paseantes de perros, alguna mujer con guantes y mascarilla que iba o venia del Alimerca o el Mas por Mas, únicos supermercados abiertos del barrio, cristales decorados por dibujos infantiles con las frases típicas del momento: “En casa se está mejor”,  “Juguemos en casa” y muchas más, cada cual con más ingenio.
A las 8 aplausos, música, “Resistiré”, el Himno Nacional y luego la noche vacía, callada, triste, solo rota por el ruido de los cambiones municipales recogiendo las bolsas de basura que, en estos momentos y con gran profusión, adornaban los portales del Oviedo desértico.
Las curvas estadísticas de infectados, fallecidos y dados de alta habían llegado a cota máxima y lentamente descendían, el Gobierno no sabía qué hacer, decir o proponer. Todo era fiarse de la madre naturaleza o la ciencia internacional para, primero detener y luego eliminar esta pandemia que estaba diezmando la población.
El paso de los días, las broncas políticas a todos los niveles y las mejoras médicas hicieron que en Mayo las curvas se aplanaran, y el confinamiento se suavizara. Volvió, con recelo, la gente a la calle, abrieron los bares, los colegios. Se  reinició la vida.
A mediados de Mayo la doctora me envió un correo. “El Centro está ya en activo. Hazte los análisis y, como quedamos, te espero el 25 por la tarde para un chequeo general”. Respondí con un escueto OK y pedí hora para los análisis clínicos.
Llegue temprano.
        —La doctora le espera — dijo la enfermera que controlaba y distribuía a los pacientes.
         —Buenas tardes—dijo al verme.
         —Pasemos a la sala de pruebas para el reconocimiento—
La seguí y entramos en una habitación auxiliar en la que, a parte de la mesa y dos sillas, había una camilla, un lavatorio higiénico, un armario con material, un peso, papel sanitario y bastantes instrumentos quirúrgicos.
Sin ni siquiera sentarnos y comentar la evolución de la pandemia abrió el sobre con los resultados de los análisis clínicos, esbozó una sonrisa y dijo
         —Esto ha mejorado mucho, parece que te cuidas.
Me peso, midió el contorno del abdomen y luego, con una indiferencia total pidió,
         —Desnúdate por completo y túmbate boca arriba en la camilla.
Lo dijo mientras se enjuagaba las manos y las rociaba de líquido desinfectante.
Lo hice. Deje toda mi ropa en una de las sillas, me tumbe, cubrí mis partes pudendas con una toallita y espere a que de un pronto a otro pronto apareciese Soledad.
          —Hay que bajar esa tripa —dijo como para romper el hielo
Fue una exploración meticulosa, detallista en exceso.
Me tomo la tensión, ausculto, controlo el ritmo cardiaco. Paso al hígado lo presiono, pregunto si me dolía, luego al páncreas que trabajo de idéntica forma.
Elimino la toalla con que me cubría, palpo el estómago y masajeo, suavemente, los genitales. Si estaba medio dormido aquello me despejo, no pensaba que el reconocimiento iba a llegar a tal grado de detalle.
         —Bien todo está muy bien, ahora date la vuelta—
Quede, con el culo en popa, a la espera que siguiese.
         —Perfectos los riñones. Veamos ahora la próstata, sino te molesta. —
Ni conteste ni ella esperaba respuesta. Se lavó, de nuevo, se colocó guantes profilácticos y sobre ellos puso gel lubrificante.
         —Relájate, no te dolerá—
Empezó masajeándome lentamente el ano, embadurnándolo de líquido aceitoso. Con delicadeza iba introduciendo su dedo índice, relajándome los músculos, ampliando la apertura.
         —Te molesta, te duele—
Ni una cosa ni otra, más que nada me estimulaba.
         —No, todo está bien.
Se fue animando, yo excitando.
Aquel dedo, ahora travieso, más que explorar me hacía gozar. Mi sexo, antes dormido, salía de su letargo y después de mucho tiempo se endurecía. Si yo me di cuenta ella, sin duda también.
Siguió a lo suyo. Pensé que, ladinamente, se estaba tomando revancha de lo que vi durante la conexión “on line”  o bien me tomaba por nuevo objeto sexual no incluido en los catálogos de los “shop sex”.
Su otra mano empezó a jugar con mis genitales y a friccionar la polla, que poco a poco se endurecía. El cuándo me correría ya no dependía de nadie. Tanto dador como receptor habíamos perdido el sentido del tiempo y el gozo sexual nublaba nuestros sentidos.
         —Ya— dije de repente cuando mi sexo empezaba a llorar de placer.
         —Para tu edad no estas mal y menos después de la abstinencia de esta larga cuarentena— comento mientras, de nuevo, volvía a lavarse las manos.
Ya sentados y, como si todo lo pasado entrase dentro de lo más normal, nos despedimos no sin antes recordándome que pidiese hora a la enfermera para finales de Julio.
Salí del Centro. Oviedo, aquella tarde de mayo, estaba precioso. El Parque de San Francisco, semivacío, aún con algunas personas en mascarilla. El miedo, la muerte y el coronavirus habian cambiado la sociedad y se notaba. Pensé en Soledad, en todo lo que había y no había pasado. Recordé a Neruda cuando, muchos años antes, escribió algo así como: “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Nunca lo seríamos.
El 27 de Julio volvería a otra revisión. La pandemia, el confinamiento, las consultas “on line” y  las picardías de la informática, quedarían en el pasado, o no.
Hoy seguimos sin conocer la evolución del coronavirus y tampoco, como escribió Santa Teresa, las jugarretas que nos hace, a veces, la “loca de la casa”, nuestra imaginación.