Un
buen día, a la vista de mis nefastos resultados clínicos y al constante aumento
de peso el bueno del doctor me recomendó a la endocrina del Centro por si tenía
problemas con las hormonas, los ganglios o cualquier otra víscera de mi
interior.
La
fui a ver. Tras una primera revisión llego a la conclusión que no tenía nada
dentro de su rama. Era, eso sí, viejo, gordo y feo. En su opinión todos mis
males radicaban en la ya lentitud de mi organismo y en la serie de medicamentos
que, para controlar el corazón, me había recetado su amigo y compañero, mi
cardiólogo del alma, perdón, del corazón.
Soledad
Garcialope del Rio, morena, rizosa y muy habladora, tras mi primera visita se
convirtió en la nutricionista familiar con la idea de mi mujer, no de conseguir
una apolínea figura, pero si mantener un peso ideal de acuerdo a su edad y
características físicas.
Cada
tres meses la visitábamos. Siguiendo una rutina, casi germánica, nos medía,
pesaba, evaluaba los ensayos clínicos y
terminaba diciéndome que, para mi edad, dale con la edad, estaba bien, que más
quería. Todo eso acompañado de una clase
teórico-práctica sobre el funcionamiento del hígado, el páncreas o los riñones,
el porqué de la subida del azúcar o la repentina aparición nocturna de
agarrotamientos en gemelos y dorsales.
La
doctora nos iba, consulta tras consulta, contándonos su vida. Había tenido
cinco parejas, la primera, como yo, Ingeniero de Minas, la ultima un especialista
en coches que se dormía viendo la televisión y que en su opinión terminaría con
una grave afección lumbar. Tenía mala suerte con los hombres. Entre uno y otro
vivía con su padre, abogado ya jubilado, aficionado al gin tónic, al vino
tinto, los aperitivos y la tortilla de patatas.
Ante
mis ojitos curiosos, no críticos como los de mi señora esposa que también la
visitaba, al margen de las lecciones de medicina popular, Soledad solía
mostrarnos retazos aislados de su hermosa anatomía.
Un
buen día al recoger no se papeles de la
mesa posterior, su bata blanca ascendió de forma inusitada dejando al
descubierto toda la longitud de sus piernas, casi hasta poder ver unas
inexistentes braguitas, otro, comentando
los desarreglos alimenticios que tenía por vivir con su padre, se medió
desabrocho la blusa para enseñarnos la tripita y de paso constatar que no
llevaba sujetador, por último tras la ruptura con uno de sus hombres presumió
de delgadez separándose y bajándose el pantalón
—Mira cuanta cintura he perdido—
Comentó
a mi mujer.
Yo
vi cintura, ombligo y otras cosas.
Soledad
era más que un galeno una curiosidad médica y humana.
Teníamos
cita para el 19 de Marzo y por culpa del maldito coronavirus hubo que eliminarla.
La doctora nos envió un correo, nos recomendó que nos cuidáramos y que, cuando
pasase todo, nos volveríamos a ver.
Ahora
me dedico a nada. Llevo treinta días en cuarentena sin salir, sin tomar una
copita en el bar, sin pasear. Hasta sin leer pues las preocupaciones del día
posterior, si es que llega, me impiden concéntrame. Paso las horas mirando, no
viendo, el ordenador, cocinando, haciendo nuevas recetas, ojeando correos y
WhatsApp, viendo periódicos e intentando creer lo que el gobierno nos cuenta. Aún
recuerdo a nuestra Ministra Montero en la manifestación del 8 de Marzo diciendo
que no pasaba nada y dando besitos y abrazos a todo bicho viviente.
En
esta situación física, emocional y humana recibí, entre el montón de
correspondencia que saturaba el ordenador, una nota de mi aseguradora médica
privada en la que “on line” me continuaba ofreciendo sus servicios.
“En estos
momentos tan excepcionales la compañía quiere acompañar a sus asegurados para
que no tengan que desplazarse por motivo médico y, por ello les recordamos que:
.-Instale ahora
en su móvil la App siguiente entrada para familiarizarse con sus servicios y en
caso de necesidad podrá:
•
Consultar dudas sobre
coronavirus por chat
•
Chequear sus
síntomas automáticamente con Digital Doctor y si persisten las dudas, chatear
con un médico DKV sobre ello.
•
Programar una
cita médica para consultar desde su móvil por videoconferencia o voz, con las
especialidades de Traumatología, Ortopedia, Pediatría, Ginecología,
Obstetricia, Comadrona, Dermatología, Endocrinología, Nutrición, Psicología y
Coach.
•
Guardar los
informes médicos o imágenes para que el especialista pueda verlos durante la
consulta.
.-Registre en su
agenda el número siguiente…..,
de consulta telefónica con el "Médico 24 horas" desde el que le asesorará o resolverá el caso según
los protocolos médicos actuales.”
Casi
de forma inmediata apareció el correo de Soledad. Se ofrecía, durante el
confinamiento, a seguir, vía telemática, con sus consultas. Me daba cita para
analizar, por este medio, los últimos análisis clínicos que tenía en su poder.
Si
estaba de acuerdo podía contactar con ella y me enviaría las claves y horas en
las que podernos ver.
Era
una novedad insospechada. Le dije que sí y me envió entradas y contraseñas para
la conexión.
14
de Abril. Celebración de la Segunda República. Cinco de la tarde hora de la
interconexión médica. Por los nervios, la novedad o mi desconocimiento, abrí el ordenador e
introduje las claves con bastante antelación. El ingreso fue casi inmediato. En
la pantalla surgió la vista general de una silla y por fondo una habitación
medio vacía. Una puerta, un pasillo y como cierre un armario acristalado.
Espere. Allí no había, hasta que apareciese la doctora, nada reseñable.
La
magia de la óptica. Cuando creí que Soledad se vería en la pantalla, tras su
mesa de trabajo, surgió el reflejo del reflejo de una serie de espejos en cuyo
último estadio se la veía desvistiéndose antes de enfundarse en su bata de
trabajo. Debí irme pero no me fui. Me que mirando.
Sola,
sin sentirse observada, fue desprendiéndose de la ropa. Primero la blusa. Sus
pechos revolotearon, se reflejaron en los espejos y aparecieron en la pantalla.
Duros, pequeños, saltarines. Ni les prestó atención. Se desabrocho la falda.
Cayo al suelo dejando ver una ridícula braguita, de esas llamadas de hilo de
seda, que no dejaba nada a la imaginación y si a la contemplación de sus
glúteos, “caídos hacia arriba”, como
diría mi amigo Jerónimo, especialista en señoras. Eran como en sueños los
imaginé, duros, redondos, altos. Se pavoneo un instante ante el espejo y de
repente, se enfundo en una pudorosa bata blanca de consultas. Apareció en
pantalla.
—José Luis, ¿estas ahí?—
—Sí, esperando—
Era
mentira. Aun brillaba en mi retina su cuerpo desnudo, su indiferencia, su
atrevimiento. No la deseaba como doctora sino como venus desnuda.
—Muy mal los resultados. La glucosa
alta, el ácido úrico, la Gamma-GT, el CPK-NAC, el TSH y el fibrinógeno, todos por las nubes. Viendo
la fecha de la extracción debiste pasar unas Navidades excelentes.
Hay
que ir bajándolos, aunque en este periodo de confinamiento es más que difícil.
Sigue el régimen alimenticio que os recomendé.
Te
espero para después de esta larga cuarentena. Repite los análisis que te
enviare y nos volvemos a ver, confió que en directo, a finales de Mayo, como el
lunes 25, si te va bien.
—Perfecto. Pongo un correo confirmando
los análisis.
Corte
la conexión y lamente que lo visto en pantalla no quedase allí como fondo
permanente, pero al menos de algo bueno sirvió la consulta “on line”
Visto
desde mi ventana el confinamiento decretado por el Gobierno era casi total.
Paseantes de perros, alguna mujer con guantes y mascarilla que iba o venia del
Alimerca o el Mas por Mas, únicos supermercados abiertos del barrio, cristales
decorados por dibujos infantiles con las frases típicas del momento: “En casa
se está mejor”, “Juguemos en casa” y
muchas más, cada cual con más ingenio.
A
las 8 aplausos, música, “Resistiré”, el Himno Nacional y luego la noche vacía,
callada, triste, solo rota por el ruido de los cambiones municipales recogiendo
las bolsas de basura que, en estos momentos y con gran profusión, adornaban los
portales del Oviedo desértico.
Las
curvas estadísticas de infectados, fallecidos y dados de alta habían llegado a
cota máxima y lentamente descendían, el Gobierno no sabía qué hacer, decir o
proponer. Todo era fiarse de la madre naturaleza o la ciencia internacional
para, primero detener y luego eliminar esta pandemia que estaba diezmando la población.
El
paso de los días, las broncas políticas a todos los niveles y las mejoras
médicas hicieron que en Mayo las curvas se aplanaran, y el confinamiento se
suavizara. Volvió, con recelo, la gente a la calle, abrieron los bares, los
colegios. Se reinició la vida.
A
mediados de Mayo la doctora me envió un correo. “El Centro está ya en activo. Hazte los análisis y, como quedamos, te
espero el 25 por la tarde para un chequeo general”. Respondí con un escueto
OK y pedí hora para los análisis clínicos.
Llegue
temprano.
—La doctora le espera — dijo la
enfermera que controlaba y distribuía a los pacientes.
—Buenas tardes—dijo al verme.
—Pasemos a la sala de pruebas para el
reconocimiento—
La
seguí y entramos en una habitación auxiliar en la que, a parte de la mesa y dos
sillas, había una camilla, un lavatorio higiénico, un armario con material, un
peso, papel sanitario y bastantes instrumentos quirúrgicos.
Sin
ni siquiera sentarnos y comentar la evolución de la pandemia abrió el sobre con
los resultados de los análisis clínicos, esbozó una sonrisa y dijo
—Esto ha mejorado mucho, parece que te cuidas.
—Desnúdate por completo y túmbate boca
arriba en la camilla.
Lo
dijo mientras se enjuagaba las manos y las rociaba de líquido desinfectante.
Lo
hice. Deje toda mi ropa en una de las sillas, me tumbe, cubrí mis partes
pudendas con una toallita y espere a que de un pronto a otro pronto apareciese
Soledad.
—Hay que bajar esa tripa —dijo como para
romper el hielo
Fue
una exploración meticulosa, detallista en exceso.
Me
tomo la tensión, ausculto, controlo el ritmo cardiaco. Paso al hígado lo
presiono, pregunto si me dolía, luego al páncreas que trabajo de idéntica
forma.
Elimino
la toalla con que me cubría, palpo el estómago y masajeo, suavemente, los
genitales. Si estaba medio dormido aquello me despejo, no pensaba que el
reconocimiento iba a llegar a tal grado de detalle.
—Bien todo está muy bien, ahora date la
vuelta—
Quede,
con el culo en popa, a la espera que siguiese.
—Perfectos los riñones. Veamos ahora la
próstata, sino te molesta. —
Ni
conteste ni ella esperaba respuesta. Se lavó, de nuevo, se colocó guantes
profilácticos y sobre ellos puso gel lubrificante.
—Relájate, no te dolerá—
Empezó
masajeándome lentamente el ano, embadurnándolo de líquido aceitoso. Con
delicadeza iba introduciendo su dedo índice, relajándome los músculos,
ampliando la apertura.
—Te molesta, te duele—
Ni
una cosa ni otra, más que nada me estimulaba.
—No, todo está bien.
Se
fue animando, yo excitando.
Aquel
dedo, ahora travieso, más que explorar me hacía gozar. Mi sexo, antes dormido,
salía de su letargo y después de mucho tiempo se endurecía. Si yo me di cuenta
ella, sin duda también.
Siguió
a lo suyo. Pensé que, ladinamente, se estaba tomando revancha de lo que vi
durante la conexión “on line” o bien me tomaba por nuevo objeto sexual no
incluido en los catálogos de los “shop
sex”.
Su
otra mano empezó a jugar con mis genitales y a friccionar la polla, que poco a
poco se endurecía. El cuándo me correría ya no dependía de nadie. Tanto dador
como receptor habíamos perdido el sentido del tiempo y el gozo sexual nublaba nuestros
sentidos.
—Ya— dije de repente cuando mi sexo
empezaba a llorar de placer.
—Para tu edad no estas mal y menos
después de la abstinencia de esta larga cuarentena— comento mientras, de nuevo,
volvía a lavarse las manos.
Ya
sentados y, como si todo lo pasado entrase dentro de lo más normal, nos
despedimos no sin antes recordándome que pidiese hora a la enfermera para
finales de Julio.
Salí
del Centro. Oviedo, aquella tarde de mayo, estaba precioso. El Parque de San
Francisco, semivacío, aún con algunas personas en mascarilla. El miedo, la
muerte y el coronavirus habian cambiado la sociedad y se notaba. Pensé en
Soledad, en todo lo que había y no había pasado. Recordé a Neruda cuando,
muchos años antes, escribió algo así como: “Nosotros,
los de entonces, ya no somos los mismos”. Nunca lo seríamos.
El
27 de Julio volvería a otra revisión. La pandemia, el confinamiento, las
consultas “on line” y las picardías de
la informática, quedarían en el pasado, o no.
Hoy
seguimos sin conocer la evolución del coronavirus y tampoco, como escribió
Santa Teresa, las jugarretas que nos hace, a veces, la “loca de la casa”, nuestra imaginación.
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