jueves, 16 de abril de 2020

LA DOCTORA SOLEDAD

Se llama Soledad y es la responsable del servicio de Endocrinología y nutrición del Centro Sanitario Asturiano. Llegue a ella de la mano del doctor José María Ricardo, cardiólogo de la misma institución, que me trataba y sigue haciéndolo, de una angina de pecho que ni sentí cuando me dio ni me molesto hasta que él dijo que podía morir sino seguía un tratamiento adecuado. De aquello han pasado quince años y ahora, sin duda y por llevarle la contraria, moriré de coronavirus.
Un buen día, a la vista de mis nefastos resultados clínicos y al constante aumento de peso el bueno del doctor me recomendó a la endocrina del Centro por si tenía problemas con las hormonas, los ganglios o cualquier otra víscera de mi interior.
La fui a ver. Tras una primera revisión llego a la conclusión que no tenía nada dentro de su rama. Era, eso sí, viejo, gordo y feo. En su opinión todos mis males radicaban en la ya lentitud de mi organismo y en la serie de medicamentos que, para controlar el corazón, me había recetado su amigo y compañero, mi cardiólogo del alma, perdón, del corazón.
Soledad Garcialope del Rio, morena, rizosa y muy habladora, tras mi primera visita se convirtió en la nutricionista familiar con la idea de mi mujer, no de conseguir una apolínea figura, pero si mantener un peso ideal de acuerdo a su edad y características físicas.
Cada tres meses la visitábamos. Siguiendo una rutina, casi germánica, nos medía, pesaba,  evaluaba los ensayos clínicos y terminaba diciéndome que, para mi edad, dale con la edad, estaba bien, que más quería. Todo  eso acompañado de una clase teórico-práctica sobre el funcionamiento del hígado, el páncreas o los riñones, el porqué de la subida del azúcar o la repentina aparición nocturna de agarrotamientos en gemelos y dorsales.
La doctora nos iba, consulta tras consulta, contándonos su vida. Había tenido cinco parejas, la primera, como yo, Ingeniero de Minas, la ultima un especialista en coches que se dormía viendo la televisión y que en su opinión terminaría con una grave afección lumbar. Tenía mala suerte con los hombres. Entre uno y otro vivía con su padre, abogado ya jubilado, aficionado al gin tónic, al vino tinto, los aperitivos y la tortilla de patatas.
Ante mis ojitos curiosos, no críticos como los de mi señora esposa que también la visitaba, al margen de las lecciones de medicina popular, Soledad solía mostrarnos retazos aislados de su hermosa anatomía.
Un buen día al recoger no se  papeles de la mesa posterior, su bata blanca ascendió de forma inusitada dejando al descubierto toda la longitud de sus piernas, casi hasta poder ver unas inexistentes braguitas, otro, comentando  los desarreglos alimenticios que tenía por vivir con su padre, se medió desabrocho la blusa para enseñarnos la tripita y de paso constatar que no llevaba sujetador, por último tras la ruptura con uno de sus hombres presumió de delgadez separándose y bajándose el pantalón
         —Mira cuanta cintura he perdido—
Comentó a mi mujer.
Yo vi cintura, ombligo y otras cosas.
Soledad era más que un galeno una curiosidad médica y humana.
Teníamos cita para el 19 de Marzo y por culpa del maldito coronavirus hubo que eliminarla. La doctora nos envió un correo, nos recomendó que nos cuidáramos y que, cuando pasase todo, nos volveríamos a ver.
Ahora me dedico a nada. Llevo treinta días en cuarentena sin salir, sin tomar una copita en el bar, sin pasear. Hasta sin leer pues las preocupaciones del día posterior, si es que llega, me impiden concéntrame. Paso las horas mirando, no viendo, el ordenador, cocinando, haciendo nuevas recetas, ojeando correos y WhatsApp, viendo periódicos e intentando creer lo que el gobierno nos cuenta. Aún recuerdo a nuestra Ministra Montero en la manifestación del 8 de Marzo diciendo que no pasaba nada y dando besitos y abrazos a todo bicho viviente.
En esta situación física, emocional y humana recibí, entre el montón de correspondencia que saturaba el ordenador, una nota de mi aseguradora médica privada en la que “on line” me continuaba ofreciendo sus servicios. 
“En estos momentos tan excepcionales la compañía quiere acompañar a sus asegurados para que no tengan que desplazarse por motivo médico y, por ello les recordamos que:
.-Instale ahora en su móvil la App siguiente entrada para familiarizarse con sus servicios y en caso de necesidad podrá:
         Consultar dudas sobre coronavirus por chat
         Chequear sus síntomas automáticamente con Digital Doctor y si persisten las dudas, chatear con un médico DKV sobre ello.
         Programar una cita médica para consultar desde su móvil por videoconferencia o voz, con las especialidades de Traumatología, Ortopedia, Pediatría, Ginecología, Obstetricia, Comadrona, Dermatología, Endocrinología, Nutrición, Psicología y Coach.
         Guardar los informes médicos o imágenes para que el especialista pueda verlos durante la consulta.
.-Registre en su agenda el número siguiente….., de consulta telefónica con el "Médico 24 horas" desde el que le asesorará o resolverá el caso según los protocolos médicos actuales.”
Casi de forma inmediata apareció el correo de Soledad. Se ofrecía, durante el confinamiento, a seguir, vía telemática, con sus consultas. Me daba cita para analizar, por este medio, los últimos análisis clínicos que tenía en su poder.
Si estaba de acuerdo podía contactar con ella y me enviaría las claves y horas en las que podernos ver.
Era una novedad insospechada. Le dije que sí y me envió entradas y contraseñas para la conexión.
14 de Abril. Celebración de la Segunda República. Cinco de la tarde hora de la interconexión médica. Por los nervios, la novedad  o mi desconocimiento, abrí el ordenador e introduje las claves con bastante antelación. El ingreso fue casi inmediato. En la pantalla surgió la vista general de una silla y por fondo una habitación medio vacía. Una puerta, un pasillo y como cierre un armario acristalado. Espere. Allí no había, hasta que apareciese la doctora, nada reseñable.
La magia de la óptica. Cuando creí que Soledad se vería en la pantalla, tras su mesa de trabajo, surgió el reflejo del reflejo de una serie de espejos en cuyo último estadio se la veía desvistiéndose antes de enfundarse en su bata de trabajo. Debí irme pero no me fui. Me que mirando.
Sola, sin sentirse observada, fue desprendiéndose de la ropa. Primero la blusa. Sus pechos revolotearon, se reflejaron en los espejos y aparecieron en la pantalla. Duros, pequeños, saltarines. Ni les prestó atención. Se desabrocho la falda. Cayo al suelo dejando ver una ridícula braguita, de esas llamadas de hilo de seda, que no dejaba nada a la imaginación y si a la contemplación de sus glúteos, “caídos hacia arriba”, como diría mi amigo Jerónimo, especialista en señoras. Eran como en sueños los imaginé, duros, redondos, altos. Se pavoneo un instante ante el espejo y de repente, se enfundo en una pudorosa bata blanca de consultas. Apareció en pantalla.
         —José Luis, ¿estas ahí?—
         —Sí, esperando—
Era mentira. Aun brillaba en mi retina su cuerpo desnudo, su indiferencia, su atrevimiento. No la deseaba como doctora sino como venus desnuda.
         —Muy mal los resultados. La glucosa alta, el ácido úrico, la Gamma-GT, el CPK-NAC, el TSH y  el fibrinógeno, todos por las nubes. Viendo la fecha de la extracción debiste pasar unas Navidades excelentes.
Hay que ir bajándolos, aunque en este periodo de confinamiento es más que difícil. Sigue el régimen alimenticio que os recomendé.
Te espero para después de esta larga cuarentena. Repite los análisis que te enviare y nos volvemos a ver, confió que en directo, a finales de Mayo, como el lunes 25, si te va bien.
         —Perfecto. Pongo un correo confirmando los análisis.
Corte la conexión y lamente que lo visto en pantalla no quedase allí como fondo permanente, pero al menos de algo bueno sirvió la consulta “on line”
Visto desde mi ventana el confinamiento decretado por el Gobierno era casi total. Paseantes de perros, alguna mujer con guantes y mascarilla que iba o venia del Alimerca o el Mas por Mas, únicos supermercados abiertos del barrio, cristales decorados por dibujos infantiles con las frases típicas del momento: “En casa se está mejor”,  “Juguemos en casa” y muchas más, cada cual con más ingenio.
A las 8 aplausos, música, “Resistiré”, el Himno Nacional y luego la noche vacía, callada, triste, solo rota por el ruido de los cambiones municipales recogiendo las bolsas de basura que, en estos momentos y con gran profusión, adornaban los portales del Oviedo desértico.
Las curvas estadísticas de infectados, fallecidos y dados de alta habían llegado a cota máxima y lentamente descendían, el Gobierno no sabía qué hacer, decir o proponer. Todo era fiarse de la madre naturaleza o la ciencia internacional para, primero detener y luego eliminar esta pandemia que estaba diezmando la población.
El paso de los días, las broncas políticas a todos los niveles y las mejoras médicas hicieron que en Mayo las curvas se aplanaran, y el confinamiento se suavizara. Volvió, con recelo, la gente a la calle, abrieron los bares, los colegios. Se  reinició la vida.
A mediados de Mayo la doctora me envió un correo. “El Centro está ya en activo. Hazte los análisis y, como quedamos, te espero el 25 por la tarde para un chequeo general”. Respondí con un escueto OK y pedí hora para los análisis clínicos.
Llegue temprano.
        —La doctora le espera — dijo la enfermera que controlaba y distribuía a los pacientes.
         —Buenas tardes—dijo al verme.
         —Pasemos a la sala de pruebas para el reconocimiento—
La seguí y entramos en una habitación auxiliar en la que, a parte de la mesa y dos sillas, había una camilla, un lavatorio higiénico, un armario con material, un peso, papel sanitario y bastantes instrumentos quirúrgicos.
Sin ni siquiera sentarnos y comentar la evolución de la pandemia abrió el sobre con los resultados de los análisis clínicos, esbozó una sonrisa y dijo
         —Esto ha mejorado mucho, parece que te cuidas.
Me peso, midió el contorno del abdomen y luego, con una indiferencia total pidió,
         —Desnúdate por completo y túmbate boca arriba en la camilla.
Lo dijo mientras se enjuagaba las manos y las rociaba de líquido desinfectante.
Lo hice. Deje toda mi ropa en una de las sillas, me tumbe, cubrí mis partes pudendas con una toallita y espere a que de un pronto a otro pronto apareciese Soledad.
          —Hay que bajar esa tripa —dijo como para romper el hielo
Fue una exploración meticulosa, detallista en exceso.
Me tomo la tensión, ausculto, controlo el ritmo cardiaco. Paso al hígado lo presiono, pregunto si me dolía, luego al páncreas que trabajo de idéntica forma.
Elimino la toalla con que me cubría, palpo el estómago y masajeo, suavemente, los genitales. Si estaba medio dormido aquello me despejo, no pensaba que el reconocimiento iba a llegar a tal grado de detalle.
         —Bien todo está muy bien, ahora date la vuelta—
Quede, con el culo en popa, a la espera que siguiese.
         —Perfectos los riñones. Veamos ahora la próstata, sino te molesta. —
Ni conteste ni ella esperaba respuesta. Se lavó, de nuevo, se colocó guantes profilácticos y sobre ellos puso gel lubrificante.
         —Relájate, no te dolerá—
Empezó masajeándome lentamente el ano, embadurnándolo de líquido aceitoso. Con delicadeza iba introduciendo su dedo índice, relajándome los músculos, ampliando la apertura.
         —Te molesta, te duele—
Ni una cosa ni otra, más que nada me estimulaba.
         —No, todo está bien.
Se fue animando, yo excitando.
Aquel dedo, ahora travieso, más que explorar me hacía gozar. Mi sexo, antes dormido, salía de su letargo y después de mucho tiempo se endurecía. Si yo me di cuenta ella, sin duda también.
Siguió a lo suyo. Pensé que, ladinamente, se estaba tomando revancha de lo que vi durante la conexión “on line”  o bien me tomaba por nuevo objeto sexual no incluido en los catálogos de los “shop sex”.
Su otra mano empezó a jugar con mis genitales y a friccionar la polla, que poco a poco se endurecía. El cuándo me correría ya no dependía de nadie. Tanto dador como receptor habíamos perdido el sentido del tiempo y el gozo sexual nublaba nuestros sentidos.
         —Ya— dije de repente cuando mi sexo empezaba a llorar de placer.
         —Para tu edad no estas mal y menos después de la abstinencia de esta larga cuarentena— comento mientras, de nuevo, volvía a lavarse las manos.
Ya sentados y, como si todo lo pasado entrase dentro de lo más normal, nos despedimos no sin antes recordándome que pidiese hora a la enfermera para finales de Julio.
Salí del Centro. Oviedo, aquella tarde de mayo, estaba precioso. El Parque de San Francisco, semivacío, aún con algunas personas en mascarilla. El miedo, la muerte y el coronavirus habian cambiado la sociedad y se notaba. Pensé en Soledad, en todo lo que había y no había pasado. Recordé a Neruda cuando, muchos años antes, escribió algo así como: “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Nunca lo seríamos.
El 27 de Julio volvería a otra revisión. La pandemia, el confinamiento, las consultas “on line” y  las picardías de la informática, quedarían en el pasado, o no.
Hoy seguimos sin conocer la evolución del coronavirus y tampoco, como escribió Santa Teresa, las jugarretas que nos hace, a veces, la “loca de la casa”, nuestra imaginación.

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