domingo, 15 de julio de 2007

SEXO EN ESTADO PURO

La vida no debería repetirse. Sin embargo, lo hace. Cuando en Junio del 2003 salí de Centroamérica con el alma, la mente y el cuerpo destrozados por una sinrazón, pensé que había vivido lo suficiente, que había gozado, experimentado y sentido todo lo que al nacer, alguien, por encima de mí, me había asignado. Durante meses tuve el convencimiento de que mis sueños, mis quimeras, mis ilusiones tenían la bonita cifra de caducidad de los 60 años. Por aquellos días, para evitar que la lujuria ablandase mi cerebro eche mano de uno, dos, tres o cuatro gin-tonics con los que sustituía mi sexualidad por una apacible borrachera. Era mi droga nocturna, una pócima que cada mañana eliminaba a base de ejercicio, ejercicio y más ejercicio. Así pasaba los meses. Bueno, y estudiando un bonito curso de masaje con el que creí relajarme pero que, a la larga, me hizo aprender un montón de anatomía, estiramientos, elongaciones y no sé cuantas técnicas mas. Todo para cubrir una retahíla de horas muertas de un aburrido prejubilado.
Sería injusto decir que el curso fue solo eso. Lo fue y algo más. Fue un conocer gente joven, lucirme a base de comentarios jocosos e inventarme historias fantásticas con alguna de mis compañeritas. Fue un curioso test de invierno para un desengañado de la vida.
Para colmo, el sexo. El motor de mi existencia pareció esfumarse. Bien sabe Dios que lo intenté, pero siempre termino en un tremendo fracaso. Con el tiempo llegue al convencimiento de que, que las asturianas era, sino frígidas, si algo despegadas de todo lo relacionado con el placer carnal, o que yo, y por ende mi pajarito, habíamos entrado en un lamentable estado de apatía total. Pensé hacerme trapense o franciscano de clausura, pero las señoras seguían obsesionándome y eso me preocupaba. Me atraían sus caras, sus ojos, me perdía en la profundidad de sus pechos, paladeaba mentalmente la turgencia de sus pezones, buceaba entre sus muslos buscando el pececillo travieso que cantaba Juan Luis Guerra, erizaba la redondez de sus glúteos y caderas con el roce áspero y mojado de mi lengua, en fin que les deseaba, mas aun que la fría celda de cualquier monje dedicado a la contemplación divina.

.- Lo lamento, estoy muy borracho. Primero lo pensé, después lo dije.
.- No te preocupes, estamos muy bien.
Con cualquier otra mujer aquello habría sido el principio del fin. Con ella no. Lo que mi sexo no pudo cumplir si lo hicieron mi lengua y mis dedos. Al amanecer las sabanas mostraban los restos de sus múltiples orgasmos y mi cuerpo las huellas resecas de su flujo vaginal que, de forma casi constante expulsaba. Rosa era alguien muy por encima de lo normal, a lo que se añadía el ser mas de 20 años más joven que yo.
La vi por primera vez en unas prácticas de masaje. No pertenecía a mi grupo pero el azar nos colocó en camillas contiguas, es mas, el destino hizo que aquel día frivolizase sobre el libro de Tarot que llevaba y de lo poco fiable que era su profesión o su hoby. Pasaron meses hasta que, en otras de las clases de recuperación y sin apenas conocerme, me dijo que, hasta que no arrojara de mi corazón la imagen de una mujer, ninguna otra podría ocuparlo. Mas que gracia eso me impacto; entre otras razones, porque era verdad. Después todo fue rápido, quizás demasiado rápido. Fuimos juntos a un seminario a León, donde bailamos como peonzas hasta altas horas de la madrugada. Yo me emborrache y ella deambula como loca buscando un hombre para su cama vacía. Volvimos a encontrarnos en el Congreso de Técnicas Parasanitárias celebrado en Madrid durante el cual sus amigas empezaron hacer gracias sobre nuestra, hasta entonces, inexistente amistad. Por último, en la cena de entrega de los títulos del curso, nos sentamos juntos, me beso en la boca y terminamos en la cama. Yo, como dije, borrachito del todo.
Prometí no beber más. El sexo aun estaba muy por encima del alcohol. La segunda vez fue un maratón de orgasmos para ella y un éxito para mi. Le había prometido un masaje y, de verdad, que así fue. Después entramos, púdicamente, en la sauna. El calor nos excitó. Nos desnudamos y sin salir del cubículo la masturbe. Mas tarde ella hizo lo mismo conmigo. Bajamos desnudos a casa, nos duchamos y pasamos las siguientes horas dándonos placer en la cama. La habitación olía a semen, a fluidos vaginales, a feromonas, como ella decía, a sudor. Al amanecer, nos dormimos.
La opinión, que hasta entonces tenía de la mujer asturiana, cambio por completo. Rosa era, y lo sigue siendo, diferente. El animal sexual más perfecto con el que tropezado a lo largo de mi vida.
El protocolo masaje-sauna-cama volvió a repetirse y con idénticos resultados Las horas de sexo no tenían principio ni final. Siempre estaba dispuesta, caliente, húmeda. Le daba lo mismo mi sexo que mi lengua que mis dedos. Todos sus huecos: boca, vagina y ano, eran depositarios de mis cuidados, mis caricias, mis penetraciones. Una noche empezaron las fantasías. Las suyas, las mías, las de ambos.
Primero fuero las playas nudistas. Su ilusión de pasear desnuda por la arena, de tomar el sol como vino al mundo, de que le esparciera crema solar sobre su cuerpo y, como quien no quisiera la cosa, terminase masturbándola al calor del astro rey. Luego la fotografía. Deseaba que le hiciera fotos sin ropa, muy maquillada, con joyas, collares, en posturas provocativas. Hacérmelas ella a mí. Suspiraba con que nos las hicieran mientras la poseía. Entraba entonces la tercera persona: el fotógrafo. En otro momento la pasión se recreó en el hecho de que, cuando la penetraba, alguien: el mirón, le acariciase los pechos. De ahí paso al erotismo del jacuzzi. Bañarnos, con otra serie de parejas, en un centro de relax y, como no, todos en pelotas. Tras una cena con amigos se obsesionó en salir, la próxima vez, sin ropa interior de modo que pudiese acariciarle el coñito entre plato y plato. Al final soñó con el sexo compartido, hacerlo con una pareja de negros o mulatos de forma que él la trabajase a ella y la negrita a mí.

Eran todos deseos oscuros de la mente fruto de la pasión del momento y que, tras el acto sexual, se desvanecían.
.- Lo harías alguna vez, le pregunte un día.
.- No lo sé, me respondió, tal vez sí.
Yo, cegado por la lujuria y ante la lejanía del verano y sus playas nudistas, empecé a buscar información sobre clubes liberales, centros de relax naturistas, fotógrafos y mirones que se ofrecían por una mínima cantidad de dinero. Me obsesioné con la provocación, con el riesgo, con su cuerpo, sus tetas, sus orgasmos, sus sueños.
Y si lo hiciéramos, me preguntaba. Lo disfrutaríamos, nos cortaríamos. Eran preguntas sin respuesta, interrogantes que solo ella podía descifrar.
Tras dos meses de sexo salvaje viaje a Madrid por Navidad. La excitación me acompañó. La soñaba, la deseaba, me masturbaba con su recuerdo. En cierta ocasión lo hicimos mientras hablábamos por teléfono. Al comunicarnos siempre estaba dispuesta a vivir sus fantasías, deseaba mas, me azuzaba a que escribiera, a que volcase mi erotismo en el papel.
Faltan apenas unos días para el reencuentro. Ese volcán que tiene entre las piernas será, seguro, el primero en darme la bienvenida y todo lo que la imaginación ha ido desgranando sé ira, día a día, llevando a la práctica. Serán las fotos, los desnudos, los baños relax, el sexo en público. Será lo que ella quiera.
Pienso que nadie la detendrá. Que el año entrante transgrediremos todo lo políticamente correcto, todo lo que a ambos nos enseñaron de pequeñitos en nuestros respectivos colegios religiosos.

lunes, 2 de julio de 2007

VERBENA NOCTURNA EN FELECHOSA

Puede que sino hubiera comprado una cómoda con cajones y no hubiese hecho reorganización general de cuanto tenía distribuido por una serie de armarios, nunca llegara a imaginar que, lo que yo creí un hermoso sueño de verano, fue, en su día, una realidad.
Todo lo bueno y lo malo de aquel verano del año 2001 estaba condicionado por lo que quería mi amigo Manolo. Él fue, a golpe de digo y ordeno, quien altero lo que normalmente era una velada tranquila convirtiéndola en una noche de viajes, copas y encuentros si deseados.
Carmen, él y yo, tomábamos una o dos copas en algún bar de la zona, luego yo subía a casa y preparaba la cena, y él se retiraba a dormir y nosotros nos enfrascábamos en alguna discusión intrascendente al calor de otro güisqui y otra ginebra. Aquel glorioso día de San Joaquín empezó igual, hasta creo recordar que comimos arroz con frijoles; la cosa empezó a complicarse cuando Manolo, en vez de hacer el consabido “mutis por el foro”, se sirvió otra copa y nos pregunto, con la mejor de sus sonrisas, si conocíamos al grupo folclórico Las Gaviotas, que por cierto, esa noche, actuaban en Felechosa y alguien le comentó que eran excelentes. Yo no sabía donde estaba Felechosa, a esas alturas de la noche iba por la cuarta ginebra, con lo que el conducir era un suicidio, y lo del concierto era mas que dudoso pues el cielo estaba encapotado y cada poco caían algunas gotas.
A pesar de nuestra oposición frontal el no se amilano, alguien podría llevarnos y traernos. Tendría que ser abstemio, conocer la carretera y conducir de noche con soltura. Ángel amigo, con derecho a roce, de Carmen, fue el elegido. En un abrir y cerrar de ojos se le llamo por teléfono, se le levanto de la cama y se le hizo venir a recogernos. Mientras lo esperábamos Manolo sé confeso. No era el grupo musical, ni su rubia vocalista, lo que le interesaba, era la mama de la cantante a quien quería sorprender asistiendo a la actuación de la niña. Tal vez se anule el concierto por el agua, le decíamos, o la madre no aparezca, o llegue con el padre. No hubo forma el se empeñó en ir.

Llegó el conductor, tomo una recena, nos montamos en su Audi y salimos hacía Felechosa. Para quien no lo conozca, el pueblecito esta como en el culo del mundo, o mejor, en el cielo ya que se llega a él a través de una carretera sinuosa de montaña y sin apenas visibilidad. Su agresiva conducción hacía que Carmen y yo, en el asiento posterior, nos moviéramos como muñecos intentando evitar que, en cada curva, uno cayera sobre el otro. Al fin llegamos y ahí empezaron nuestros males. Las aldeas perdidas no suelen tener aparcamientos y los coches, a medida que llegan van arrimándose al arcén formándose una larga serpiente multicolor. En nuestro caso por ser aun temprano, apenas si teníamos que recorrer un kilómetro. Salimos bien, bueno no tan bien, pues Manolo presa del nerviosismo y de la oscuridad reinante hundió su pie derecho en un lodazal. Protestó, se cagó en todo lo cagable, pero como el causante de la romería era él, pidió un trapo y mal que bien se limpio el zapato. “Al llegar a Oviedo lo tiraré” le oímos decir a cola del pelotón que lentamente ascendía hacia la pradera donde iba a celebrarse la verbena.
Éramos de lo menos duchos en ese tipo de celebraciones así que, pese a los imprevistos e improvisaciones, llegamos muy temprano. Tampoco fue eso. Los últimos en lo relativo al servicio de cocina y los primeros en lo concerniente a las copas y el baile. Bajo un enorme entoldado tapizado de mesas, aun correteaban los niños a la espera de que sus padres los llevaran, a las 12, a la cama. En uno de los laterales, una cuadrilla de desaliñados camareros ordenaban vasos, bebidas alcohólicas, refrescos, hielo y limones a la espera de futuros consumidores. Rompimos el fuego, para mi una ginebra con tónica y dos güisquis para Carmen y Manolo. Ángel, agua.
Al concluir la primera ronda la pradera empezó a poblarse, en una esquina se ilumino un escenario, de lo más rústico, y alguien manipulo el equipo de sonido subiendo a limites inalcanzables el grado de decibelios. Hasta entonces ni el presentador ni el grupo musical y mucho menos la amiga de Manolo habían dado señales de vida. Carmen y yo, pedimos otras copas y nos mezclamos con las parejas que ya ocupaban la pista. Bueno, eso de la pista era un eufemismo. Ocupamos un prado inclinado, algo mojado y con una fina capa de hierba. Ahora, quien sufrió los efectos de la vida rural fue la buena de Carmen; en un abrir y cerrar de ojos desgracio sus zapatos, se embarró los bajos de la falda y derramó su copa sobre una señora que la sujetó para evitar que se cayera.

Al reagruparnos Manolo estaba radiante. Habían llegado. Como a 50 metros de nosotros la familia al completo nos daba la espalda. La niña, con un beso se separó de la madre y subió al escenario. El trío se presento y encadeno una tras otra una serie de melodías pegadizas y populares. El publico fue, lentamente, animándose, el prado se pobló de parejas, y Manolo no sabía como hacerse notar. Salid a bailar, a ver si por fin se da cuenta de ti, te reconoce y nos saluda.
Claro que se dio cuenta, tanto ella como los casi cincuenta bailarines que nos rodeaban. Las copas, el suelo húmedo, la pendiente del prado se conjuraron para que, en uno de mis giros rápidos, perdiera pie, me soltara de Carmen, trastabillara y cayera, cuan largo era, sobre el barro de la pista. La música se detuvo, la gente se arremolino sobre el caído, o sea, yo, Carmen intentó levantarme, hincándose, al hacerlo, de rodillas y estropeando aun más su ya deteriorado traje, y como no, la amiga de Manolo me vio, se acerco, nos saludo y se lamento de mi maltrecha estampa.
Mientras me medio lavaba, Manolo explicaba con todo tipo de detalles, su presencia en el lugar, achacándonos la salida nocturna y nuestro gusto por la música y el baile. Cumplida su misión, se despidió y nos encaminamos de nuevo al coche.
Ángel, algo dormido pero sobrio y Manolo contento por el desenlace de la gira, volvieron a ocupar los asientos delantero, Carmen y yo, bastante borrachos, nos repantigamos detrás. Si la subida había sido movidita, la bajada fue un autentico carrusel. El coche serpenteaba violentamente y ambos nos desplazábamos a su compás de izquierda a derecha. Ella caía sobre mi y yo sobre ella. Tan pronto su mano se aferraba a mi rodilla como nuestras mejillas se rozaban. En momentos nos abrazábamos como tiernos enamorados y en otros nos distanciábamos como enemigos irreconciliables, pero, por lo general hicimos todo el recorrido pegados el uno al otro, muy pegados.
Lo correcto hubiese sido llegar a Oviedo y retirarse cada mochuelo a su olivo, pero de nuevo Manolo, aun eufórico, por el encuentro, se empeñó en invitarnos a otra copa. El local era oscuro, con una serie de peldaños a la entrada, las mesas muy bajas, los sillones excesivamente blandos y la concurrencia nula. Éramos los únicos clientes. Sentarnos fue fácil y agradable, levantarnos, un suplicio. Ángel tuvo que ayudar a Manolo. Yo me golpeé con la mesa volcando el vaso vacío de Carmen.
Salimos. Ángel se ofreció a llevar a Manolo a casa en su coche y yo acompañé a Carmen al garaje a recoger el suyo. Todos nos despedimos.
Este pudo haber sido el final correcto de la noche, pero no lo fue. La coquetería es innata en la mujer aun el los peores momentos. Carmen me rogó ir a casa a lavarse la cara y maquillarse un poquito. Ese ruego, tan natural, termino de marcar el día. Subimos, dejo el bolso y la rebeca en una silla de la cocina y, en vez de entrar en el cuarto de baño, se abalanzó sobre mí. Fue un golpe bajo e imprevisto. Note sus labios sobre los míos, su lengua pugnado por entrar en mi boca y sus brazos entrelazados a mi espalda. Ahí me descontrole, o mejor dicho, pase a tomar el control. Los besos se hicieron mutuos, las caricias surgieron de improviso, las manos empezaron a buscar la carne escondida y deseada. No podía creerlo. Ella, la dama pudorosa, tímida y recatada, se estaba transformando en la mujer agresiva, sexual y desinhibida con la que sueña cualquier hombre. No sé cuando dejamos la cocina y llegamos al dormitorio, tampoco como fuimos quitándonos la ropa, ni cuando caímos desnudos sobre la cama.
Fue un cortejo lento. Tenia media noche por delante y los efectos del alcohol casi habían desaparecido. La fui acariciando, le bese los pechos, duros y pequeños, mordisque sus pezones. Mi lengua, con su cuerpo por delante, inicio un recorrido descendente, se perdió el la cintura, lentamente buceó en la humedad de su sexo, ensalivo sus muslos, sus pies, sus dedos. Estaba inerte, lo admitía todo. Subí hacía su cara y, desgraciadamente, estaba traspuesta. La tape y a pelo, como estábamos, nos dormimos. Mañana por la mañana terminaremos pensé mientras el sueño me envolvía.

Me confundí. Al despertarme había desaparecido. Ni un adiós, ni una nota, nada que hiciera referencia a la noche pasada.
Al día siguiente de nuevo la vi. No dijo nada, tomo su güisqui, yo mi ginebra, Manolo hizo algunos chistes sobre la experiencia nocturna, cenamos y nos despedimos. Paso el verano, un año, otros muchos años. Lo que aquel día ocurrió empezó a desvanecerse en mi mente como un sueño querido y deseado, nunca real. Hasta ayer cuando por un azar del destino, reorganice mis armarios.
Mañana, cuando Carmen y el grupo de amigos que a veces leen mis fantasías eróticas, vean esta, sin duda será la primera en decir. “José Luis, que cosas escribes, todo esto es una gran mentira” y en una primera aproximación tendrá razón, pero cuando, cual avezado prestidigitador, extraiga de mi bolsillo unas braguitas y un sujetador, su ropa interior que por las prisas dejo olvidadas bajo la cama y que mas tarde la señora de la limpieza lavó y guardo en uno de mis cajones, tendrá que admitir que fue real, que entre el alcohol y el deseo, tuvimos una experiencia sexual nunca concluida. Yo seguiré viendo, ahora con absoluta certeza, su cuerpo desnudo, su piel blanca, casi transparente, su sexo escasamente poblado, sus pechitos.
Estas cosas pasan cuando uno hace, un mal día, limpieza general. Pueden aparecer recuerdos vividos que dormían el sueño de los justos y que muchas veces creímos que eran fantasías.
“Carmen, verdad que son tuyos” preguntaré ante el asombro general y solo el silencio, como respuesta, inundará el bar en el que cada día tomamos una copa.

jueves, 28 de junio de 2007

MI ENFERMERA PARTICULAR

Mis pacientes llegan a la consulta aduciendo problemas entre las piernas,
pero al salir, comprendo que donde
realmente los tienen es en la cabeza.                                                             Pilar

La conocí hace años. Entonces se anunciaba en el apartado de contactos en el periódico local como “Enfermera Particular”. Hoy no se llama así y podría ser, con el tiempo, mi paciente favorita.
Si la memoria no me falla fue en Julio del 2000, concretamente el jueves 20; una tarde anodina, ni lluviosa ni excesivamente caliente, un día normal del verano asturiano. En Enero, la Administración tuvo a bien el prejubilarme y yo, cegado por la pasión, salí hacia Centroamérica pensando que allí podría finalizar mis días. Como en otras ocasiones, me confundí. Regresé con el amargo regusto de que algo, en mi vida, no iba del todo bien.
Un antiguo refrán español reza: “Cuando el diablo esta ocioso, con el rabo mata moscas”. Tenía ilusiones, pero sin la fuerza mental para llevarlas acabo, deseaba mujeres pero mi timidez impedía que las abordara. En ese momento, por una rara concatenación de soledades encontré su anuncio de lo más atrayente:
Pilar, tu enfermera particular. Masajes sensitivos y relajantes.
Llámame, no te arrepentirás.
Telf. : 985 202434

Lo leí muchos días y en dos o tres ocasiones marque el número y colgué antes o en el momento en que contestaban. Aquel día debía estar muy mal o excesivamente eufórico. Llamé, alguien contestó y casi sin mediar palabra me citó en un céntrico piso a las cinco de la tarde, como en los toros.
Me abrió la puerta una rubia vestida con bata de enfermera y sin mediar palabra, me introdujo en una habitación amueblada con una mesa de masajes y una cama.
.- ¿Cómo te llamas?, ¿Es la primera vez?. Desnúdate y acuéstate boca abajo en la camilla. Relájate. Fueron preguntas y ordenes que escuchaba mientras ella salía del cuarto y cerraba la puerta.
Hice lo que dijo. Me tumbé y aguarde que regresara. Extendió sobre la espalda y glúteos una fina capa de aceite, ni vegetal ni aromático, simplemente de Jhonson para niños, e inicio su tarea. Me centre en el ir y venir de sus manos, en sus movimientos suaves, monocordes, repetitivos que terminaban en una especie de caricia, un roce, sobre las zonas más sensibles de mi anatomía.

.- Estas muy relajado, la oí comentar, para ser la primera vez.
Pero estaba tenso, intentando descifrar el siguiente de sus movimientos, o saber como finalizaría su actuación.
.- Date la vuelta.
Me la di y ahí se acabo el masaje para entrar en juego el sexo encubierto.
Sin un calentamiento previo, sin un preámbulo, sin nada, sus manos se acoplaron a mis genitales en un vano intento de despertar mi animalito dormido.
.- No lo conseguirá, pensaba, viendo como se esforzaba para que mi sexo, a base de fricciones y estiramientos alcanzase primero una erección y luego una eyaculación. Mi mente no cooperaba, pensaba en otras cosas. Ella seguía a lo suyo y yo deseaba descifrar que estaría pasando por su rubia cabecita (tal vez cosas como estas).
.- Menudo viejo, ni se le levanta, voy a perder una hora de trabajo y, total, para nada.
.- Tócame, susurro de pronto.
Una de mis manos se apoyo sobre su pecho, bajo lentamente la cremallera de la bata e intento, sin éxito, desabrocharle el sujetador, cosa que al final termino haciéndolo ella, y descanso sobre una teta grande, blanca, caída, generosa, coronada por un botón rosado y redondito. La rodeo, amasó, estrujó, acaricio, sintió como se erectaban los pezones. Estaba excitado pero no quería correrme, anhelaba seguir con aquella teta para mi solo. Fue imposible.
.- No puedo mas dije al sentir explotar mi semen entre sus dedos.
Me limpio y se inclino sobre mí como cobijándome.
.- Descansa, murmuro.
Pasó un minuto, tal vez dos, pero para mí fueron entrañables, sin duda los que se grabaron en mi mente.
Salí con una sola idea. “Debía volver”, regresar y conocer mas de aquella “Enfermera particular” que el destino hizo surgir de la Sección de Contactos de La Nueva España. Aguante una semana. La llamé y volvimos a quedar a las cinco. El proceso fue idéntico al de la primera vez salvo que ahora no llevaba sujetador y había en su voz un pelín mas de confianza. Entre toqueteo y toqueteo me contó algo de su vida, muy poco.
No la vi de nuevo hasta Septiembre, al regresar de mi clásico veraneo en Oliete. Lo que más me sorprendió fue que se acordase de mí. Ante mi estúpida pregunta: ¿Sabes quien soy?, ella sin dudarlo respondió: José Luis. Me dio seis masajes aparentemente iguales, salvo que entre nosotros había mas intimidad, mas dialogo. Supe que, como yo, era abuela, que tenía dos hijas, que estaba separada, que de tarde en tarde, su carácter se tornaba ligeramente agresivo, que envolvía en un manto de silencio su vida privada, y poco mas.
Tarde mas de un año en verla de nuevo pero como la primera vez no le fallo la memoria. Supo quien era al descolgar el teléfono y como si nos hubiésemos visto el día anterior comentó, “Como siempre, a las cinco”.
Todo se mantenía igual: La camilla, el cuadro sobre la pared, la luz, opaca y rojiza, la cama, pero el proceso cambio, o mejor dicho, lo altere yo. Al concluir la correspondiente sesión de masaje y cuando debería darme la vuelta, le pedí que lo finalizáramos en la cama. No dijo nada. Salió, se lavo y regreso con la misma tranquilidad y parsimonia de quien esta haciendo algo de lo más natural del mundo. Retiramos la colcha, me tumbe sobre una sabana con florcitas y luego, con el mejor de los propósitos empezó a juguetear con mi cuerpo. Era algo inútil. Mi mente volvía a estar en otro mundo y por mas que lo intentaba, mi sexo seguía flácido y marchito. Le pedí un cambio, sería yo quien tomase la iniciativa. Algo mejore, pero poco. Puede decirse que aquel, mi primer contacto sexual fue un completo fracaso. Creo recordar que me corrí cuando ella me estaba colocando el preservativo. Meses mas tarde me comento que era muy torpe en la cama y encima la tenía muy pequeñita.
Durante los meses que la visite, dos o tres al año y siempre coincidiendo con la estación estival, mi comportamiento sexual apenas si mejoro. El juego inicial, los preámbulos y la culminación fueron perfeccionándose, pero aun ahora, tras el tiempo trascurrido pienso que nunca hice bien el amor con mi “Enfermera Particular”. Entre que no participaba, no se integraba en la excitación mutua, existían en su cuerpo algunos puntos erógenos vedados a mis caricias, el ceremonioso proceso de colocación del preservativo y su consiguiente retirada nada mas finalizar el acto y alguna otra lindeza que ahora no recuerdo, debo admitir que nunca la hice sentir bien como mujer y siempre me considero como un patán sexual.
Esa torpeza dio paso a un mutuo y amplio conocimiento humano. Después de cada pifia nos sentábamos en la cama y hablaba ella y hablaba yo. Supe mas de su vida, de sus problemas charlábamos de tiendas, de comidas.
Nunca conocí su historia personal ni le pregunte como había terminado en esta vieja profesión, la más antigua de la historia. Ante cualquiera de mis insinuaciones cortaba por lo sano: “ El sexo es para mi un trabajo, no un placer”, dijo una vez, sin saber a ciencia cierta el porque, o “ Tu no podrías salir conmigo ni a tomar un café, sabiendo a que me dedico” me soltó al poco de conocerla. La veía como una amiga y ella a mí como a un imbécil, pacifico, agradable y poco conflictivo.
Cada año, al regresar de Centroamérica y marcar su teléfono, pensaba, ¿Seguirá ahí? , ¿Se habrá perdido paro siempre?. En este punto tuve suerte. Fue ella quien un día me dijo que lo dejaba todo y que no volveríamos a vernos. Me aclaró que no se llamaba Pilar, que no vivía en Oviedo y un montón de cosas más.
Lo sentí. Casi me había adaptado a su cuerpo, a la opulencia de sus pechos, a su indiferencia en la cama, a su falta de orgasmos, a su inhibición, a su poco pudor, a su sexo húmedo y tupido, a su cajita de preservativos, a sus ojos cerrados, a su boca. Me había acostumbrado a su forma de ser, a sus conversaciones, a sus silencios, a ella como mujer.
Una mala tarde de un día gris, Pilar, “Mi Enfermera Particular”, desapareció, se perdió entre la fría neblina asturiana. Mucho tiempo después, otra mañana lluviosa, supe su verdadero nombre. Soñé que tal vez, otro día, la encontraría en cualquier calle y con el tiempo, ya no sería su torpe enfermo sexual, sino que ella pasaría a ser mi paciente favorita, pues sin duda sus vivencias debieron dejarle hondas cicatrices.
Pero, como escribió un célebre cuentista, esta es otra historia y su protagonista otra mujer.

miércoles, 13 de junio de 2007

MI CURSO DE MASAJE

Finalizó. A toda prisa, con chaquetas, corbatas y togas prestadas nos fotografiamos para la orla. Sin saber exactamente el por qué, tras pagar los 6 euros del retrato, me emborraché a base de rosados fríos. No comí, se me esponjó el alma de pena y me puse a escribir, a mal contar, desde mi visión subjetiva, lo que inicié a finales de Octubre como una terapia de choque con la que eliminar un amor de mi corazón y una mujer de mi cabeza. Sólo quería eso. Ni un título, ni un certificado, nada. Al final conseguí unas buenas amigas y una historia que contar. Las primeras me definieron, el primer día, y tal vez lo sigan pensando, como “el más viejo de los tontos y el más tonto de los viejos”. El cuento es parte de mi vida. En algunos puntos se ciñe a la realidad, el resto,…. es pura fantasía.

*** *** ***

Subí con un moreno enfundado en chándal azul y rojo sobre el que resaltaba en letras blancas “CUBA”. Más tarde supe que se llamaba Humberto, jugaba a balonmano, acababa de fichar por el Naranco y hacía años abandonó, como otros muchos, la isla de Fidel.
Accedimos a una sala demasiado pequeña para la veintena de personas que se amontonaban en la puerta y me acomodé en el extremo más alejado de ella. Casi al instante desconecté y empecé a observar a quienes en los próximos meses serían mis compañeros de estudio. Taponando la entrada un grupo de jóvenes de ambos sexos charlaban como si se conocieran de toda la vida. El resto, a modo de islas perdidas en el océano, esperábamos incómodos que alguien iniciara la clase.
“Vamos a conocernos”, oí decir. Y por riguroso orden de colocación fuimos presentándonos: Lorena, Silvia, Rebeca, Aitor, Xoxé, otra Lorena, María, Vanesa, otro Aitor, Merce, Celia, César, Humberto, José Antonio, otra Lorena, Susana, Marcos, Inma, Ana, Montse, Raúl, Fernando y yo. No asocié ninguna cara con el correspondiente nombre. Pensé que eran dificilísimos, que las únicas mujeres con más de 35 años eran quienes ostentaban los más facilitos: María, Ana e Inma, que Humberto estaba a mi derecha y José Antonio a mi izquierda y que las posibilidades de entablar algún tipo de comunicación, si no nulas, eran bastante complicadas. De entre todos, la llamada Inma era, para mí, la mejor, igual que la más inaccesible. Al salir sudaba a chorros pensando que me había embarcado en una aventura, como poco, absurda para mi edad y complicada para mi mente.

Lo que es la fuerza de la costumbre. El segundo día, primero de clase práctica, nos situamos casi de idéntica forma al de la presentación. El grupo juvenil cubriendo la entrada, los solitarios en el centro y los más raritos, entre ellos yo, al fondo. Inma, mi musa secreta, ocupó el centro, dos camillas por delante y a la izquierda. Montse se emparejó conmigo. De forma no dictada, y pese a las indicaciones de Aquilino, nuestro tutor, sobre que deberíamos cambiar de pareja, la distribución de ese día se mantuvo durante el primer trimestre y en algunos casos todo el año.
Tuve suerte. Montse, que concluyó siendo una de las mejores, no era el cuerpo más explosivo, pero carecía de pudor, tenía ilusión, deseaba aprender, hablaba, preguntaba, se interesaba por todo. Pensé, y ahora lo confirmo, que sería de los pocos que sacaría beneficio del curso. Desde mi privilegiada posición al pie de la ventana, más que aprender, miraba. A mi derecha Rebeca y Raúl, a la izquierda dos de las Lorenas, por delante Aitor y Xoxé. En el centro Ana que fue la primera en romper los emparejamientos preestablecidos. Un poco más lejos Inma y Marcos, Merce y una chica gallega que, por motivos geográficos nos dejó al poco de empezar. Más lejos el resto: Vanesa y César, Silvia y Lorena la rubia, Humberto y José Antonio, María y Celia, Fernando y Aitor…., más o menos así.
Ya dije que lo mío era estudiar a las personas, no la anatomía ni las manipulaciones, las fricciones o los amasamientos. Era mirarlas, analizarlas casi sin hablarles, razón por la cual muchas veces me confundía y metía la pata, pero así soy. Pensé que Rebeca y una de las Lorenas tenían vergüenza de sus cuerpos, más bien de sus tetas; que otra Lorena era un encanto de chiquilla capaz de romper mis mas férreas convicciones sobre la diferencia de edad. Merce solitaria con cierta aversión hacia los hombres, Inma mi diosa inalcanzable, Vanesa y Celia mis ojitos derechos, Silvia y Lorena la rubia , mi juventud incomprendida, Susana un pozo de problemas físicos y mentales, por último, María y Ana, más próximas a mi en edad, dos seres sin dobleces, con vidas estables y ordenadas. De los hombres apenas si opiné. He de confesar que lo mío son las mujeres. Seguro que estoy mal hecho.
El rápido bosquejo de mis compañeritos tenía la bondad del primer golpe de vista y el error del no conocimiento personal. Fue bueno, pese a no atenerse a la realidad. Hoy, tras un año, algo ha cambiado, muy poco.
Pasaron los meses. El invierno discurrió bajo el calor confortable de aquella aula estrecha y caldeada con clases de anatomía y masaje, iniciándose las veinte horas obligatorias de prácticas.
El destino se burló de mi presente. Tenía todo el tiempo del mundo y generosamente lo ofrecí. Sólo Inma lo tomó en serio. Así me la encontré, la aciaga tarde del 17 de diciembre, tumbada en la camilla esperando que mis manos empezaran a recorrer su espalda. Ví sus rizos dorados, su piel moteada con mil pecas, la marca triangular del tanga intentando dibujar los agujeros del sacro; la observé ausente y distendida e inicié aquel primer quiromasaje espinal de la forma más relajada posible. Otra vez mi mente se disoció de las manos y revoloteó por la sala. Estábamos Vanesa y Celia con sus respectivos novios, Lorena con alguien que no recuerdo, las tres, mis alegrías espirituales. A fondo otra masajista en ciernes, desconocida por pertenecer al grupo de los sábados, que meses después se integraría en nuestro grupo: Rosa.
Que fracaso, qué tremendo fracaso. Al llegar al último movimiento, los clásicos neurocutáneos, me di cuenta de que la adorable Inma estaba profundamente dormida. Desconocía si había pasado una mala noche, si tenía una bajada brusca de tensión o si la torpeza de mis dedos la había transportado al reino de Morfeo. La cubrí con la toalla y masajeé su maraña de pelo aguardando que, bajo la atenta mirada de Aquilino, regresase al mundo de los vivos.

Salí preocupado, no entendí cómo pudo dormirse. Repasé el proceso, el tipo, la presión, la cadencia, los itinerarios de las manos. Nada, todo parecía correcto, pero….se había transpuesto. Más adelante me tranquilicé. Siempre que volví a darle un masaje se dormía. Igual sucedió con María y con una de mis pacientes particulares. En su opinión transmitía tranquilidad. Me vino a la mente una película de mis tiempos juveniles “Centauros del desierto”; en ella la protagonista femenina, Bárbara Ruth, se acostaba junto a Jhon Wayne no por deseo sexual, sino por su calor y protección. Algo similar debía sucederme. Los hados volvían a mofarse: Inma, sobre la que el primer día se centraron mis ojos, la que consideré objeto oscuro del deseo, encima imposible, al despedirse tras aquel nefasto día, me dio un par de besos en la mejilla. Vanesa hizo lo mismo y ambas me desearon Felices Navidades. Sin duda los Reyes Magos llegaban este año con bastante antelación.
Pasaron los meses y el grupo se compartimentó. Hubo alguna baja, muy pocas, y una toma de posiciones. Quedé en medio de todos como flotando en la nada. Hacía prácticas con Inma y Merce que amablemente cuidaban de mis piernas antes y después de cada prueba de natación. Iba inventando, entre suspiros, nuevas vivencias, debí estudiar mucho para hacer el ridículo en el primer examen de Marzo, falté al seminario de Valencia de don Juan en Semana Santa por una imprevisión monetaria y entre unas risas y otras llegó el 4 de Mayo.
Un mal día, no desde el punto de vista climatológico, pues lucía un sol tibio y acaramelado, si, bajo mi prisma sentimental. Hasta entonces al salir de clase caminábamos hablando uno un poco de la escuela y otro de nuestras vidas. El destino, el cruel destino nos detuvo en La Paloma. No fueron los vinos, sino los recuerdos quienes alteraron mi alma. El 4 era el cumpleaños de María y para mi desgracia también el de Sonia. Cuando lo supe se me humedecieron los ojos y al llegar a casa bebí hasta caer ebrio sobre la cama. Entonces Inma y María supieron que también los hombres sufrimos por amor y yo percibí que los tres teníamos una historia de desamor, razón por la cual nos habíamos inscrito en aquel curso de masaje. Aquel día nos hicimos un poco más amigos.
Los meses volaban. El grupo se consolidó, conoció, intimó. Las mujeres, no todas, perdieron su pudor inicial y yo pasé de “señor” a “José Luis”. En Junio quise dejarlo. Me era imposible asimilar lo que estudiaba y cuando lo lograba mi memoria semejaba a un cesto de mimbre por donde se escurría lo aprendido. Añoraba mis tiempos juveniles cuando con apenas una lectura era capaz de recordar casi todo. Echaba de menos la fuerza de voluntad necesaria para estar horas y horas sentado frente a un libro. Envidiaba al resto de compañeros que dominaban la anatomía y eran capaces de diferenciar lesiones, diagnosticar, curar.
Julio fue una retahíla de clases de recuperación. Mi ego cayó por los suelos al comprender que tras más de 10 meses de estudio y muchas horas de practicas, era un inculto total. “¿Con lo que te gustaba el masaje, me decía, cómo es posible que estés como estás?”. Me animaba pensando que era un prejubilado, que nunca ejercería, que lo hacía por diversión, que…. Durante esas semanas solo las incondicionales Inma, María y Ana me animaron. Bueno, ellas y las dos clientas-amigas que venían todas las semanas a casa para recibir un masaje de relajación. Eran mujeres con problemas. Una familiares, la otra, laborales. La primera se pasaba el tiempo hablando, contándome su vida; yo la escuchaba y ella terminaba encantadísima. La otra, como Inma , se dormía entre mis manos. Para una sabía escuchar, para la otra “daba tranquilidad”. Al finalizar el mes poseía una exigua clientela y el convencimiento de que si entonces se convocara el examen final, yo sería el único suspenso.
El verano pasó y, como canta Sabina, Septiembre volvió a reunirnos de nuevo. Gaste Agosto entre mis nietos, nadando travesías, con los libros de masaje y anatomía abiertos sobre la mesa; lo viví inquieto sabiendo que necesitaba estudiar y no lo hacía, convenciéndome de que solo era un hobby, durmiendo mal y escuchando a mis pacientes agobiadas ahora por una inapreciable ganancia de peso y un leve aumento de la celulitis en las caderas.
El último fin de semana fue un suplicio. Mirando el libro de anatomía y en especial el capítulo de estiramientos, creí volverme loco. Leía y no visualizaba nada, los músculos se me diluían, era incapaz de saber dónde se insertaban, qué hacían y cómo reaccionaban. “Necesito un modelo vivo”, pensé, alguien sobre quien poder practicar la anatomía palpada. Fue una idea clarificadora. Solo María se encontraba disponible. La llamé y nos reunimos, en principio, a estudiar. Pasamos el primer día contándonos nuestras penas. Ninguno había abierto los libros durante el mes de vacaciones. Ella estaba muy preocupada pero salió de casa convencida de que aun había tiempo para aprobar. Fueron 15 días, con Inma y Ana, en los que se entrelazó el estudio, las conversaciones personales y el diálogo emocional.
La mañana del 20 de septiembre nos examinamos. Terminé muy rápido y me marché sin hablar con nadie. Por la tarde los tres tomamos un café en casa. “Estoy seguro de que aprobaremos”, dije. Ellas no estaban del todo convencidas.
El día 21 salí para Madrid al Congreso Hispano-Luso de Masaje. Asistieron mil especialistas, de los cuales solo 8 pertenecíamos a la escuela de Oviedo. Rosa y Jesús del grupo de los sábados, Montse, Ana, Celia, María, Inma y yo del semanal. Dijeron que todos nosotros habíamos aprobado; sólo María e Inma quedaron descontentas. No por la nota, si por el modo de concluir su examen práctico y por la poca valoración de la asistencia a las clases. Por más que intenté convencerlas que lo importante era el resultado ninguna lo admitió. Seis días antes lo hubiesen firmado, ahora, en Madrid, se sentían desilusionadas, cansadas. Inma con problemas emocionales y las dos inadaptadas al horario extremo del Congreso. Las despedí con pena. Me quedaba una semana más en la capital y hasta mediados de Octubre no volveríamos a vernos. ¿Cómo estaría entonces?, ¿Cómo se encontraría Rosa, a quien empezaba a conocer, a saber de sus vivencias y necesidades?, e Inma, cuya mirada de tristeza me encogía el corazón.
Tengo la orla entre las manos. Estamos todos, o casi todos. Los ausentes los imagino los veo con la mente. La magia del retrato, las corbatas, las chaquetas y los escotes han hecho que los jóvenes parezcan más adultos, más serios.
Están Marcos y Fernando. Ambos trabajan en tareas relacionadas con la salud y sin duda el curso sera una palanca para su carrera. Tambien Humberto, César, Xoxé y Aitor, los deportistas, los que día a día aplicaban lo estudiado al análisis de sus músculos, sus lesiones, su rendimiento. Está José Antonio, curioso de la vida, propietario de un sex-shop, para quien lo aprendido supondrá un eslabón más en su carrera empresarial. No veo ni Aitor II, ni Raúl; el primero dejó las clases por un empleo fijo en informática; el segundo sin duda llegó, como casi siempre, tarde a la entrega de la foto. Pero sobre todo están ellas. Como escondidas Rebeca, Lorena II y Silvia, las pudorosas. Sobre la última me confundí. Tal vez no esta muy de acuerdo con su cuerpo, por otro lado espléndido en textura y volumen, pero es una jovencita encantadora, demasiada mujer para mí. Miró a Susana, un cúmulo de problemas, al principio asombró con sus amplios conocimientos de anatomía, fruto de su labor como monitora de aerobic. Contemplo con envidia a Vanesa, Celia y Lorena I, mujercitas de ensueño en cuerpo de armiño, a las que día a día admiré como Venus vivientes. Me recreo con Celia, la número uno de la promoción y a la que felicito en secreto, entre otras cosas porque además, cocina riquísimo. Busco a Lorena III , Fresita para sus amigos. Nunca la centré. Sin duda hubiese sido la fijación de mi hijo Pepe. Sobre la izquierda, como si el diseñador gráfico las conociese, Montse y Merce. Ambas me impresionaron muchísimo. Merce, a sus 27 años, vivía sola, sin familia; en sus ratos libres practicaba la danza del vientre. Llegó odiando a los hombres y terminó de lo más integrada en el grupo. Para ella el curso será, con el tiempo, su modus vivendi. Creo que lo conseguirá. Montse se le asemeja algo, pero es más fuerte, más decidida, más dura con la vida, con una idea clarísima de lo que hara en sus años venideros. En mi escala personal la consideré la segunda de la clase. En el centro mis grandes soportes: Maria, Ana e Inma. Puede que sin ellas hace mucho tiempo hubiera cambiado el masaje por la encuadernación. La alegría pegajosa de Ana, la tristeza en los ojos de Inma, el brillo pícaro, sexual y ligeramente erótico de María. Todo eso y más se refleja en la foto, o simplemente era mi mente quien lo detectaba. Fuera del grupo, en una esquina, la sonrisa maliciosa de Rosa bajo la que se esconde una vida cuajada de desarreglos físicos con un futuro abierto a lo sensualmente indecible, impensable o simplemente deseable.
Colocaron mi foto al final de la última hilera. Alguien quiso evitar que lo que durante tantos meses hice: mirar, observar, analizar y no estudiar, no pudiera hacerlo de nuevo desde la orla de la promoción 2003/2004. Era un justo castigo a mi perversa ociosidad.

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PARA:
Inma, María, Ana, Rosa, Montse, Merce, Celia, Vanesa, Silvia, Lorena I, Lorena II, Lorena III, Susana, Rebeca, Humberto, Marcos, César, Xoxé, José Antonio, Aitor I, Aitor II, Fernando, Raúl, y Aquilino. Compañeros y profesor del curso 2003/2004 de masaje

EPÍLOGO.
Si esto fuese como una película estadounidense, tras los títulos de crédito aparecería la foto de cada integrante del grupo con un comentario de este tipo:
“Veinte años más tarde, José Antonio se convirtió en un próspero empresario; pasó del sex-shop a una cadena de establecimientos orientada al sexo, de ahí a la publicación de una revista y más tarde a la creación de una productora. Nunca siguió con el masaje. Humberto, aprovechando la muerte de Castro, regresó a Cuba y en la actualidad dirige la selección de balonmano del país. Sus conocimientos de masaje simplemente los utilizó para tratar algún desgarro muscular cuando estaba en activo. Fernando regresó a Paraguay y dirige una clínica de rehabilitación, solo cuando vivió en España hizo prácticas con lo aprendido en el curso. Silvia y Lorena I, tras unos años de devaneos amorosos, se convirtieron en celosas madres de familia; una tiene 4 hijos y la otra 5. Del masaje se olvidaron en el segundo embarazo. Rebeca y Raúl pasaron a dirigir los negocios familiares; ella regenta una cadena de herbolarios y él una de restaurantes. Vanesa dejó el masaje y la moda, coordinando la actividad artesanal cerámista del Principado de Asturias. Lorena II, desengañada de la anatomía y los estiramientos se orientó hacia la ganadería, produciendo, sus empresas casi el 100% del chorizo y la morcilla asturiana. Rosa debe vivir en el Caribe, ya que manejando las cartas acertó una primitiva de 30 millones de euros y desapareció. César regresó a Madrid. En la actualidad es el coordinador jefe del INEF. Celia es ministra de sanidad del Gobierno del Principado. Monse, Merce y Lorena III continúan impartiendo masajes, en distintas especialidades. Abrieron diversos centros para niños, personas mayores, deportistas y gente implicada en el mundo de la droga. Susana, Xoxé y Aitor trabajan en gimnasios y SPAS repartidos por Avilés, Oviedo y la Cuenca Minera. Para la primera y el último el masaje fue su tabla de salvación emocional. Aitor II imparte clases de informática en la Universidad de Oviedo. Marcos, pese a su oposición al matrimonio, terminó emparejándose con una rica terrateniente de la Cuenca Minera. Se le conoce por su habilidad manual para aliviar cualquier tipo de dolencia: física, moral o espiritual. Aquilino y el resto de profesores consiguieron que la utilización de la medicina tradicional china fuese reconocida por las instituciones médicas y la Seguridad Social. Regenta un centro médico de Medicina Alternativa.
Inma, María y Ana consiguieron, con el paso de los años, lo que siempre desearon: Ser Felices. Ana lo alcanzó con facilidad. Siguió con su vida de siempre en la complicada ciudad de Oviedo. Maria se estabilizó emocionalmente. Se volcó hacia su hija y su sexualidad exuberante hizo el resto. Inma lucho contra su entorno, su familia y la sociedad, pero al final triunfo (las mujeres, por lo general, suelen ganar siempre). Las tres, en sus ratos libres, pocos a mi entender, siguen cuidándome, intentando que, a mis 80 años, no me apunte a un curso de vuelo sin motor o de parapente en caída libre, pero sobre todo que en un alarde de imaginación tome un avión y vuele al Caribe, solo para recordar años, vivencias o relaciones mejores.
El narrador se mantiene tan loco como siempre, quejándose de ser feo, bajito, con mal humor, olvidadizo y mas viejo que nunca. Continúa deseando a las mujeres, pensando que solo ellas son capaces de ablandar el corazón y la cabeza de los hombres aunque para ello, generalmente, primero les vuelvan locos.
Aquel curso de masaje nos marcó a todos y, bien pensado, nos ayudo a seguir viviendo.

Preambulo
Debo aclarar, para aquellos lectores demasiado crédulos, que todo lo descrito en este blog es fruto de mi lujuriosa imaginacion; que tanto las personas, como sus apelativos y las situaciones en las que se desenvuelven son hijos de mi fantasía, eso si algunos lugares existen en la relidad y solo son el complemento perfecto para lo que este mal escribano soño vivir en ellos.

Hubiese sido bonito, como dijo un gran autor de teatro, que, "En esta vida, todo lo imaginado puede ser pensado y todo lo pensado puede ser realizado" , pero en mi caso, alevin de escritor, no fue verdad, solo fantasia .....pero erótica .
Advertencia usual
Como de costumbre, los lugares y personas que aparecen en estos relatos, están inspirados, con cierta libertad, en lugares reales. Algún personaje y algún hecho narrados, se inspiran también en seres reales, pero con idéntica libertad en su recreación. Los relatos que siguen han de considerarse, por tanto, fruto de la invención del novelista y no deben inducir a atribuir conductas, acciones o palabras concretas a ninguna persona existente o que haya existido en la realidad
Un hombre fascinado por las mujeres esta siempre interesado
por ellas y, a menudo, se enamora de alguna de ellas de verdad.
                                                                                            JLPP.
El escritor siempre acaba contando su propia historia
                                                                       Rosa Regas.