viernes, 21 de julio de 2017

LA POSADA DE LANGRE

El hotelito donde fuimos se llamaba, y sigue llamándose “La Posada de Langre”.
Había sido, a principios del Siglo XX, la Casa del Indiano Augusto Arce que emigro a la Republica Dominicana a inicios del XVIII. Allí hizo dinero. Ya mayor, se retiro a esta mansión, por el construida, donde murió. En ella fueron veraneando sus descendientes hasta que, a la muerte de Trujillo, el entonces cabeza de familia vendió casi todas sus propiedades y se vino a Cantabria, la tierra natal de sus mayores. La familia siguió, eso si, teniendo algún pequeño negocio en Dominicana mas de tipo sentimental que financiero y un tropel de servidoras de aquel país.
Cuando en el 2011 fui por primera vez a esta casona, convertida, pienso que por necesidad económica, en hotel rural, tenía disponibles quince habitaciones. Seis en un lateral de la planta baja y el resto en el piso superior. El servicio, la cocina y dos saloncitos muy hogareños, la completaban. El sótano, al que un día nos invito el dueño, debió ser, en sus mejores tiempos, un Spa de altos vuelos para uso exclusivo de los Arce y sus amigos. Hoy día era un montón de escombros con un gran yacuzzi sobre un pedestal
Los dueños vivían en una construcción del mismo estilo pero mas reducida, ubicada al norte de la principal.
El destino nos adjudico la habitación Nº106, en el lateral sur. No era un compendio de lujo y comodidad pero como el resto de las que formaban el pasillo exterior era muy cómoda, silenciosa y poco expuesta a vistas inoportunas. Una cama de 1,50 m., un armario destartalado de principio del XX. Un sofá de orejas y una mesa rectangular con televisión. Hoy, siete años más tarde seguía todo igual. Un cuarto de baño muy pequeño, bueno pequeñísimo y la misma terracita exterior, como de dos metros cuadrados, enmarcada por setos verdes perfectamente podados, una mesita redonda y dos sillas.
Para mi era la joya de la corona. En ella comíamos, nos soleábamos, leíamos. Nadie circulaba por el camino anterior,  cerrado por una valla metálica, que separaba el hotel del inmenso prado situado al sur y que daba a estas pequeñas terracitas una privacidad casi absoluta.
Llegamos un jueves, 28 de Junio y tal vez por la fecha o el día de la semana, éramos los únicos huéspedes de esta hilera exterior de habitaciones.
Nos levantamos temprano, desayunamos fruta y pasiegos de la zona y nos fuimos a la playa de Langre.
La conocíamos de años anteriores pero ahora estaba cambiada. De entrada no había perros. Tras una normativa, no local, sino autonómica, solo en cuatro playas cantabras claramente especificadas por las ordenanzas, estaba permitido aprovechar los arenales para el paseo de estos animales. El control no lo llevaban el servicio de socorristas sino un cuerpo especial de policías que, primero avisaba de la ley y de las multas previstas y, en caso de persistencia, actuaba. Los hoteles poseían documentación sobre los accesos de aquellas playas en las que se permitía disfrutarlas con perros y la normativa de cómo llevarlos y pasearlos. Por lo que me dijeron los problemas que tal normativa acarreo fueron mínimos o nulos.
También se había programado el uso de la actividad surfera.. A primera y a ultima hora siempre bajo el control de las diferentes escuelas.
La madre naturaleza hecho una mano topográfica y con alguna de aquellas galernas que durante el invierno azotaron el Cantábrico, homogeneizo la playa, eliminando los escalones arenosos próximos al acantilado. Ahora era una preciosa concha en la que, como en años anteriores se entremezclaban textiles y nudistas sin ningún tipo de problemas.
Desnudos al sol o paseando por la orilla, pasamos el día. A las seis, calientes, quemados y resecos por la sal regresamos al hotel.
El resto de las habitaciones  del pasillo seguían vacías.  Rosa se ducho, se embadurno de crema hidratante y salio, desnuda como estaba, a la terracita. Al poco la seguí y tras un rato gozando del frescor vespertino del poniente nos servimos dos copas heladas y seguimos viendo anochecer.
Otro día soleado y la misma rutina que el anterior. Fue todo igual hasta llegar al hotel. Lupita la recepcionista-directora nos saludo con un
         . — Hoy han llegado más clientes, casi todos franceses.—
Fui el primero en ducharme, cubrirme de crema hidratante y salir a la terraza.
Si, algo había cambiado.
La terracita de la izquierda era, en aquellos momentos, un gran tendal con toallas de playa, bañadores, ropa interior, blusas, chancletas.
         Bon jour
Me dijo una señorita vestida con un bikini amarillo que le duro puesto lo que tardo en contarlo.
De espaldas a mi se lo quito, lo coloco entre el revuelto de ropa  y, desnuda como estaba me ofreció una esplendida sonrisa y entro de nuevo en la habitación.
Volvió, con un pareo azul de peces atado a la cintura y más ropa que secar. La fue distribuyendo entre los pocos huecos existentes. Al final se despojo del pareo y siguió, desnuda por completo, colocando y recolocando la ropa.
Seguro que lo hacia por provocarme, no era ilógico que una y otra vez se desvistiese ante mis narices.
Su próxima salida fue en un conjunto de ropa interior bastante reducido. Despejo la mesa y casi al instante entro un joven con dos cervezas. Me saludo (muy francés) y ambos se sentaran a la fresca.
Desayunaron a nuestro lado tras, su “Bon jour” correspondiente y
Oh ¡casualidades de la vida, en la arena de Langre plantaron su sombrilla junto a la nuestra. Éramos ya casi amigos.
Porque extrañarnos ni ser mal pensados, éramos nudistas, estábamos en una playa  abierta  y mantenernos todos desnudos era algo natural, lástima que nuestra reserva fuera solo de una semana.
Por la tarde-noche a parte de los franceses, ahora totalmente desnudos todo el tiempo y bebiendo cervezas en la terraza, otro grupo de la misma nacionalidad ocupaba la otra habitación colindante.
Al bueno de Jesús, el gerente, iba a decirle cuatro cosas. Si aquella zona del hotel no era nudista, los extranjeros así lo habían asumido y como tal la utilizaban. Y yo, enterándome justo un día antes de salir.
Pronto el trasiego de cuerpos entre un espacio al otro se hizo normal. Repartíamos cerveza, vino, hielo, comida. No integramos y, como venimos al mundo, pasamos la tarde-noche haciéndonos amigos y luchando con nuestros respectivos idiomas, ya que todos chapuceábamos el de los restantes.
Sigo, con mi segunda copa ya vacía, viendo caer la noche, oyendo los murmullos de algunos de los vecinos, noctámbulos como yo, contemplando el desnudo atrevido de la nudista de al lado a quien tampoco había vencido la noche. Rezando todos, al dios del tiempo, porque el día de mañana amaneciese soleado y poder, como el resto de la semana, reencontrándonos desnudos paseando sobre la blanca arena silícea.
Soñando, porque no, con esta francesista curiosa que noche tras noche pasaba al prado del vecino a tomar, desnudita, unos baños lunares, a sabiendas que es la admiración de la serie de huéspedes que viven a su vera y que no dejan de admirar sus formas anatómicas.
Me voy a la cama esperando que llegue el domingo y pueda, al despedirme de Jesús, preguntarle de donde saco la linda vecinita del 107 y porque ese empeño de pasearse en pelotilla a la luz de la luna. Hablarle también de las posibilidades nudistas de las habitaciones con vistas al pasillo exterior del sur y si lo ocurrido, la ultima semana, fue algo coyuntural  fruto del buen tiempo, la playa de Langre y la invasión de las juventudes francesas, o algo que muchas otras veces ocurrió y solo su prudencia y la de sus empleados habían silenciado.
Tal vez fuese la leyenda urbana que su antepasado Augusto se trajo de las américas que sigue surgiendo, en días de mucho calor, entre las sombras de la antigua Casona de los Arce, hoy convertida en hotelito rural..