lunes, 21 de diciembre de 2020

EL COÑO DE LA NUDISTA

A “Ricitos de Oro” la conocí desnuda. Bien mirado los dos íbamos asi. Paseaba con un amigo por la zona nudista de la playa de Bayas cuando oímos, a nuestra espalda
—Toni, que haces por aquí, lo tuyo es Peñarrubia—
—Ricitos, cuanto tiempo sin verte—
Nos presentó y siguió hablando.
—Aquí donde la ves, dijo dirigiéndose a mí, es la chica más simpática y ocurrente de la playa. A parte de guapa se presenta, cada año, con su coñito perfectamente decorado, veamos como lo tiene este—
—Muy sobrio, yo le pondría algo de color— siguió mi amigo ponderando las virtudes de aquel sexo.
—No sigas Toni—replico ella.
—A tu amigo le gustan más mis tetas que mi coño, no veas como las mira, nos vemos luego por ahí—
Se fue con un grupo de amigas muy cerca de muestra sombrilla.
Lo de “Ricitos” se debía, sin duda a su pelo ensortijado y lo de “Oro” a que en aquellos momentos estaba teñido de rubio, hoy seguían los rizos pero, su pelo, era negro. A lo largo del día nos vimos varias veces, terminando siendo, no amigos, sino compañeros de playa.
Era una institución, según Toni. Todos los años presentaba un coñito diferente. A veces poblado y teñido, o totalmente rasurado, o depilado de diferentes formas: tipo paréntesis, sombrero, barbita o estrellado. Por un boca a boca tan eficaz como curioso los bañistas de esta playa sabían que día, del inicio del verano, aparecería por allí y mostraría, como hacia la Obregón, en Ibiza, con biquini, vendiendo a la prensa su "posado del verano", ella pasearía su coñito por Bayas y se tomarían una botellas de sidra, que su amigo Fran regalaría y escanciaría para quienes quisieran asistir al evento. Así año tras año.
Llegamos a intimar bastante, solo a nivel playa. Vivía en Asturias, pero de origen gallego, no sabía a qué se dedicaba aunque todos los años por Santiago, se marcaba un viaje de quince días a un paraíso nudista: Francia, Tortuga, Canarias, Alemania o Croacia, que luego explicaba con todo tipo de detalles, tenía coche y no parecía que le faltase el dinero ya que, eso si, conocía un montón de restaurantes locales, sobre todo los que poseían alguna estrella Michelin.
Al prejubilarme, en 2000, el Jefe de Personal de la empresa me recomendó el asesoramiento de un abogado laboralista que, el mismo designo. Este, lo primero que hizo fue pedirme un poder notarial y ante mi desconocimiento del gremio me dio la lista de los notarios ovetenses. Elegí el primero, Abad Álvarez. D
El notario Dolores Abad Álvarez, era en realidad “Ricitos de Oro”, y a partir de aquel día Lola.
Nuestra relación gano un escaño más ya que paso de vernos solo en verano a tomar alguna copa en Oviedo. Hizo la carrera de derecho en Santiago y saco las oposiciones a notarías, debió ser con muy buen número ya que termino ejerciendo en Asturias.

Su “Posado veraniego“ continuo como antes. Hubo un pequeño cambio. Debió conocer algún tatuador experto y ahora lucía sobre su sexo, un tatuaje. La pequeña obra de arte, como decía Toni, se iniciaba nítida para ir difuminándose con el paso del verano y según nos dijo, desaparecer en invierno. Así, cada año nos sorprendería con algo diferente. Y fue cierto.
2020 ha sido un año malo. La pandemia y el mal manejo del problema por los políticos al mando del País ha complicado, no solo el estado sanitario, sino el económico, laboral y humano de la inmensa mayoría de la población.
Entre la cantidad de medidas, higiénicas, más que sanitarias, el control de espacios, la mala información sobre la transmisión y propagación del Covid-19, la cruda realidad es que el verano ni existió ni se disfrutó. Hablando en plata, no fuimos a la playa ni un solo día.
En Julio murió mi madre, no por el virus, tenía más de cien años y, como me paso con la jubilación tuve que enviar un poder notarial a la abogada que, en Madrid, llevaba los asuntos testamentarios de la familia para que fuese ella quien manejase todo el papeleo legal.
Llame a la notaría y me dieron hora. Lola estaba desmejorada. Acostumbrado, como estaba, a verla morena y desnuda, contemplarla ahora blanquecina y vestida, era chocante. Su vitalidad veraniega parecía haberse evaporado, mientras esperábamos a la secretaria con los papeles, empezó hablar, como no, del bichito que nos afligía y del que tantas mentiras nos habían dicho, de cómo se habían enriquecido unos, arruinado otros y muertos muchos más; de cuantos poderes como el mío había firmado. Ella, como yo, pero por otros motivos, tampoco pudo disfrutar de la playa los dos últimos veranos, el sol que le daba la vida recargando sus baterías vitales se había sustituido por el miedo, las mascarillas o los geles hidroalcohólicos. Los abrazos por codazos y el aire libre por el confinamiento.
—Mi depiladora había cerrado, decía Lola, y el especialista en tatuajes salió de Asturias y aún no ha regresado—
—Si vieras, seguía diciendo, lo mal que lo pase estos años sin mi “Posado de verano”, sin la sidra playera de Fran, sin poder viajar, casi sin salir de casa. Estoy hecha una ruina, y no lo digo por el tema económico, del que no puedo quejarme, sino por humano, el físico. Han muerto personas cercanas a mí, otros siguen vivos pero no puedo verlos, las calles están vacías, las tiendas cerradas igual que los bares, los restaurantes, los locales nocturnos. —

—Mira, dijo de repente levantándose y subiéndose el vestido hasta más arriba de la cintura, recuerdas como llevaba el coño, siempre hecho un primor, cuidado al máximo, tal vez en exceso. Ve como está ahora—.
Tras la tanga, de muy reducido tamaño, una mata de pelo púbico, muy negro, luchaba por extenderse hacia el ombligo y las ingles.
—Venga Lola, tranquila, todo pasara. Verás cómo el próximo verano lucirás tu coñito con un diseño que nos sorprenderá a todos—
Salí triste del despecho. Hasta los más risueños había sucumbido y los más osados abandonados al ilógico destino que la pandemia marcaba.
El coño de “Ricitos” sin duda volvería ser el centro neurálgico de la colonia nudista que todos los veranos acampaban por el arenal de Bayas. Yo, por mi parte, al verla pasear por la orilla seguiría prefiriendo más sus magníficas tetas que su decorado chochito.

miércoles, 16 de diciembre de 2020

EL COÑO DE LA PROFESORA DE DANZA

Quienes la conocieron, en su tierna juventud, aseguran que entonces era una niña especial. No tenía diez años y ya se la consideraba la mejor de la academia de danza clásica de Doña Soledad, en la calle Santa Susana de Oviedo. Era quien más se esforzaba, quien estudiaba música en el conservatorio para poder seguir mejor el ritmo y la cadencia de las obras.
Con apenas quince años fue seleccionada bailarina solista en la Gala de Danza del Teatro Filarmónica, merito que conllevaba una beca para seguir los estudios en Londres, en el Centro Estudio 70 de ballet clásico, dirigido por el prestigioso director ruso Sergei Radchenko.
Fueron años duros, tal vez excesivos para una joven asturiana que nunca había salido de su tierra.
Muchas horas de ensayos, un idioma desconocido, un ambiente mundano, abierto y competitivo en el que primaba la técnica como primer peldaño para el éxito, un despegue total y absoluto hacia el cuerpo, al que se amansaban diariamente para que obedeciese la música, para ser el mejor entre los suyos.
Lo importante era flotar en el aire ser como una pluma, la mejor, la más osada, la carente de escrúpulos, de miedos, de pudores.
Apoyados sobre la barra y despojados de cualquier ropa que impidiese los más osados movimientos los alevines de figuras solo pensaban en un futuro éxito en un puesto en un elenco de fama.
Sudaban a mares y la poca ropa se empapaba, muchas veces se eliminaba y casi siempre alguno o alguna terminaban desnudos sobre el parqué del salón.
Así fueron los primeros tiempos, los de formación, especialmente de la mente.

“Studio 70”. Riguroso método de Ballet clásico
Pasada esta prueba se entraba en el aprendizaje de la técnica, en la pureza de las formas, en la formación individualizada con el profesor, que siempre deseaba moldear un cuerpo perfecto, al que había que obedecer ciegamente y soportar cualquier tipo de acción, ocurrencia, tocamiento o agresión que se le antojase. Todo se soportaba ante un futuro éxitoso.

“Studio 70”. Riguroso método de Ballet clásico
Tras dos años en aquel infierno londinense la niñita asturiana termino como una mujer nueva, diferente, que ya no deseaba danzar pero aspiraba a difundir todo cuanto había aprendido. En muy poco tiempo paso de alumna aventajada a excelente profesora de danza, la mejor, la más reconocida, la que monto su propia academia, la más prestigiosa y en la que nunca había plaza si no era tras una muy fuerte recomendación.
Como alumna londinense trajo a su centro el rigor, el estudio, el trabajo y el orden. Como sobria asturiana le unió el puritanismo, el recato y el pudor.
El descontrol en la vestimenta, tan normal en la city, desapareció. El alumnado iba siempre vestido de punta en blanco, el profesorado mantenía un respeto total y absoluto, un distanciamiento prudente, junto a una capacidad docente de alto nivel.
La piel y, como no, el coño de la profesora de danza, no se sabe cómo es. Según las malas lenguas (el 100% de sus alumnas), no la ha visto nadie desnuda desde hace más de treinta años. Es probable que su depiladora lo sepa, en su entorno intimo la consideran una mujer muy limpia, pero también la asocian como alguien peculiar: nunca la han observado con faldas, ni con bikini, ni le han visto las piernas y mucho menos su lindo coñito.
Sin duda lo tiene, pero nadie lo conoce. Nadie sabe nada del coño de la profesora de danza

Los mayores del barrio aun la recuerdan bailando “El lago de los cisnes” las navidades previas a su viaje a Londres. Tras la representación el comentario más extendido entre la colonia masculina fue aquella frase:” ¿Llevaba braguitas debajo del tu-tu?”. Fue aquel baile el inicio de su pudor o lo fue su estancia en el Studio 70. Salvo ella, nadie lo conoce.
Cada tarde, cuando los alumnos abandonan el centro, la profesora se encierra en su despacho y del ultimo cajón de su mesa saca una lámina, el carboncillo de una bailarina vestida únicamente con una faldita, danzando, sola, en el gran salón de prácticas.
Recuerda aun sus quince años y la petición de un pintor, amigo de la entonces directora, quien le rogo que bailase para él.
Empezó vestida con bodi y mayas pero tras más de dos horas bailando, término haciéndolo prácticamente desnuda.
Vilches, así se llamaba el pintor, le hizo un montón de bocetos y cuando regreso, después de ducharse, le regalo uno, el mejor, según él, el más limpio, el con más movimiento.
Poco tiempo después ella salió hacia Inglaterra y el a Nueva York. No volvieron a verse.
Supo que, con el tiempo y apoyado por la Fundación Masaveu, fue uno de los emblemas más carismáticos del arte pictórico asturiano. También se enteró, esta vez por la prensa, que su exposición americana sobre bailarinas de valet, en Estados Unidos, se consideró un éxito absoluto. Toda la obra se vendió ( la mayor parte esta guardada, como no, en el museo de los Masaveu). No supo que el artista acababa de morir víctima de la pandemia que asolaba al planeta.

Solo ella conocía el dibujo. Nunca lo enmarco, ni  lo enseño a nadie. Su cuerpo de quince años surgía desnudo entre los trazos firmes y continuos del artista. Sus senos apenas incipientes, y su sexo púber y sin rasgo de vello eren los rasgos más sobresalientes de aquel su primero y único desnudo. Obra que solo ella admiraba cada día, recordando los años pasados que su memoria se negaba a olvidar.

martes, 12 de mayo de 2020

DIME SANCHO. ¿EL CORONAVIRUS MATA?

—Dime, mi buen Sancho. Oísteis lo que dicen del nuevo virus. Si hombre ese que mata por cientos a mujeres, hombres y niños. Ese que se ceba en los ancianos. El que ha destrozado la familia de nuestro muy amado y querido Presidente.
Si no sabes nada infórmate y cuéntame. Haz algo útil, lee la prensa, ve la televisión, escucha a Sánchez, a Illia o Simon—
         —Mi señor, lo intentare, se dicen muchas mentiras, hay engaños por doquier. Cuentan que los chinos nos toman el pelo. Que nos mandan gato por liebre, o lo que es peor, trapillo por mascarilla. —
         —No hemos de permitirllo. El honor patrio está por encima de esas habladurías. Pancho, toma tus armas y a la lucha. España nos necesita—
         —Señor, es muy complicado. Internet está en contra y los valencianos y los catalanes. —
         —No es posible. Entonces ¿Quién defiende al Rey? Al muy noble y muy leal Felipe—
         —Nadie, mi señor. Ya ni sale en televisión, ni en el Hola—
         —Y la nobleza—
         —Ausente. Algunos huyen, otros han muerto—
         —Rediez, parece muy grave. Entremos en Tomelloso y tomémonos unos vinos. Falta nos hace—
         —Ni eso podemos, mi señor. Han cerrado las tabernas y, en las únicas abiertas hay que mantener, entre los bebedores, una distancia de separación de tres metros. Imposible confraternizar—
         —Sancho, vayamos a las bodegas del Rufián. Allí el vino es fresco y generoso—
         —Imposible mi señor. La falta de mano de obra para la vendimia de la uva ha hecho que muriese en la parra. Ni tenemos ni tendremos vino. Es lo que manda el gobierno para detener al virus—
         —Difícil nos lo ponen, Sancho. Solo nos que el sexo. Visitemos a Dulcinea. —
         —Eso tampoco, señor. Hay que alejarse de las damas. Al menos a dos metros de ellas y usía la tiene no corta pero si pequeñita—
         —Redios, el maligno nos persigue—
         —No mi señor, el coronavirus—
         —Que hace el Rey, el gobierno—
         —Al primero no le dejan hacer, el segundo no sabe qué hacer, en esas andamos—
         —Mi buen Sancho, y esto va para largo—
         —Tampoco se sabe, mi señor. Ni los conocedores del tema ni los eruditos saben cómo actúa el maldito bichito. Que si el calor lo mata, que si el frio lo protege, que si es alérgico a los detergentes, que si no sabe nadar y se ahoga en el mar y las piscinas. La ciencia esta consternada. También algunos presidentes de allende los mares que animan a sus súbditos a tomar legía y estos mueren luego por perforación de estómago—
         —Mal asunto, mi fiel escudero, no nos queda más que orar y  que el cielo nos proteja—.
         —Buena idea, mi señor, aquí, no más, en la capilla de San Idelfonso podemos rezar unos credos y encomendarnos al altísimo para que nos lleve por el recto camino. —
         Hagámoslo. Mi buen Sancho. Este claro que este infiel coronavirus, si mata, como dicen en una seria de la televisión. —

lunes, 27 de abril de 2020

EL PENE DEL Sr. FLETCHER.

José Luis
Puede decirse que toda la culpa la tiene la maldita cuarentena. Antes, por lo general uno estaba tranquilo en casa, como buen jubilado, no hacía nada y nadie me lo reprochaba. De repente el Gobierno decreta el estado de alarma y, todos a casa, sin salir, sin poderse enfadar, oyendo por las tardes “Resistiré”, sin futbol, sin deportes, sin los entretenidos concursos de televisión que ya nunca serán como antes.
Para bien o para mal, yo con mi señora y su mama en el hogar, la una con un ataque continuado de limpieza y orden, la otra con una obsesión ciega por la cocina. “Estamos en alarma pero es Semana Santa”, decía la suegra, hay que hacer torrijas y filloas, es la tradición. Las hacía y todos engordábamos. Tú vago, gritaba mi “santa” a ver si de una vez por todas ordenas los armarios, sobre todo el de los papeles, el día menos pensado se llenaran de coronavirus y será peor. Termine haciéndole caso.
Había, de todo, sobre todo fotos. Siendo joven y con la oposición de, la de entonces mi mujer, empecé un curso de fotografía. Hice muchas, aprendí técnicas de revelado, iluminación, almacenamiento, conservación. Cuando me case de nuevo, la fotografía había evolucionado, los ordenadores sustituyeron las máquinas y la imagen el papel se pasó de una época a otra. Ahora las instantáneas no se guardaban en soporte orgánico sino en memoria. En los años de transición seguía haciendolas, las revelaba y en los mismos sobres que me las entregaban las guardaba. Ni las ordenaba en álbumes ni las archivaba en  memoria.
Fui haciendo  montoncitos por fechas, lugares, eventos cumpleaños, navidades. Pensé volver de nuevo a los álbumes, ya que, eso sí, los negativos estaban desaparecidos, deseche la idea. Las vería, recordaría cuando, donde y como las tome y las guardaría en alguna bonita caja de aluminio.
Allí estaba el viaje a Tulum, surgió como un relámpago luminoso en la negra  noche de la cuarentena que vivíamos.
Porque fuimos, quien nos lo indicó, como lo encontramos. La verdad es que nadie. El azar, los problemas de alojamiento y transporte guiaron nuestros pasos. Hubo, eso sí, ciertos condicionantes. Rosa quería playa, sol, trópico en estado puro. Yo algo más, ansiaba ver de nuevo los vestigios de la civilización Maya, visitar sus emplazamiento y, si surgía la ocasión comprar algún hacha o cuchillo de obsidiana, aquellos con los que los sacerdotes oficiaban sus rituales, con los que cortaban el pecho de las jóvenes doncellas y aún vivo y palpitante lo ofrecían a sus dioses.
Algo más rupestre fue el empeño, por parte de ambos, que fuese un establecimiento de los que los estadounidenses denominan “Clothing Optional Resorts” o sea nudista para los hispanos.
Algo como esto, que en principio pareció difícil y complicado, no lo fue, Internet, amigos y el boca a boca de la Asociación naturista asturiana guiaron nuestros pasos hasta el “Intima Resort”, establecimiento que cumplía todas nuestras expectativas.
Piscina del Intima Resort
Hace años Tulum era un pueblo hippy soñoliento que principalmente atraía mochileros de bajo presupuesto que intentaban escapar de Cancún. Hoy en día, se está convirtiendo rápidamente en el destino más moderno de la costa maya. Los albergues de cama y desayuno siguen siendo muchos, pero la variedad de opciones ha aumentado a apartamentos de alquiler, bungalós de playa y resorts todo incluido.
El “Intima Resort“ era un hotelito coquetón; una especie de enorme bungaló con techo artificial de ramas. Apenas 15 habitaciones, distribuidas en tres plantas, una piscina con bar incorporado y un adosado que hacia los usos de comedor y sala de fiestas.
Nos asignaron una habitación al extremo de la última planta. Tras ducharnos y deshacer la maleta y enfundados en sendos pareos propagandísticos  obsequie de la casa, bajamos a la piscina. Una señorita, sentada en el bar acuático, nos ofreció dos margaritas, muy fríos como bienvenida de la casa y nos deseó una muy feliz estancia.
Estábamos solos. Tumbados en dos tumbonas dejamos que el sol eliminara, casi por encanto, el cansancio de más de 12 horas de viaje y abriera ante nosotros una temporadita de paz, relax y placer.
Con las horas los bordes de la piscina fueron llenándose de parejas. No muchas, como cuatro o cinco. Todas desnudas, todas como recién llegadas.
Se sentaron a nuestro lado. El, grande, negro, ella morena. Nos saludaron y se tendieron al sol. Al rato un camarero paso ofreciendo margaritas, roncitos helados con limón y coca colas. Fue el principio de la relación. Tomamos las bebidas y nos sentamos en una mesita.
El Sr.Fletcher y su mujer Guadalupe, pasaban, cada año, 15 días en la zona, en parte por trabajo y en parte por sosiego. El, de Kingston, doctor en Agricultura tropical por la Universidad de las Antillas, ella, chiquita de México D.F.  Especialista en cultura Maya por el Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Eran una pareja físicamente atípica. El, enorme, oscuro, ella clásica mexicana, baja, regordeta, morena, habladora. El, callado, tranquilo, ella un manojo de nervios. Ambos de tendencia socialista. Ella  del Partido de Acción Nacional (PAN) y el  del Laborista Jamaicano.
Comimos juntos. El azar nos había colocado puerta con puerta y la erótica del viaje hizo que congeniaremos.
         —Nos vemos luego— dijo Guadalupe— de paso os enseñamos la playa. Está muy cerca y acotada por el hotel.
Era preciosa. Blanca. Rodeada de palmeras. Con una serie de templetes para tomar el sol o descansar. Barcitos con bebidas. Toallas, pareos. Profesionales que, o bien te trenzaban el pelo o te marcaban un tatuaje. Vendedores de frutas y suvenires. Trepadores de palmeras.  
Ocupamos una de las mayores pérgolas y nos tumbamos los cuatro. Nadie parecía asombrarse de la desnudez total de la zona. Salvo los camareros y el personal de apoyo todos estábamos en pelota. A nadie le preocupaba.
Bueno a todos no. Rosa me cuchicheo al oído.
         —Mira la polla del Sr. Fletcher, es enorme. Nunca vi nada parecido. —
Sonreí. Seguro que esta noche no dormiría pensando en semejante aparato. Recordé, no sé porque,  la gran polla que tuvimos en España, la del Rey Fernando VII; este borbón  tenía una enfermedad llamada macrosomía genital, o unos genitales que se desarrollaban muy por encima de lo que consideraríamos normal y según Próspero de Merimée, escritor e historiador francés de la época, el pene del rey era "fino como una barra de lacre en su base y tan gordo como el puño en su extremidad". El Sr. Fletcher mostraba sus atributos enormes, pero no deformes.
De la playa al hotel. Ese era el momento difícil en el que uno no sabe qué hacer, más aun en un “resort” como aquel perdido en el Yucatán mexicano. Dormir en la habitación, leer, pasear por los alrededores.
         —Y si fuésemos al yacusi—dijo Guadalupe. No era mala idea.
El establecimiento, construido en tres plantas, poseía, al final de cada nivel, un yacusi para los inquilinos de la zona. Por estar nuestras habitaciones al final del tercero, vivíamos casi frente a frente del que nos correspondía.
Pequeña, como máximo para seis personas, con un para sol adosado, dos mesitas, sillas y unas vistas excelentes hacia la puesta del sol  nuestra gran bañera con burbujas era un pecado para ojos y sentidos.
Anochecía. Una verbena de luces ampliaba el erotismo del lugar.
Fue la primera en llegar.
         —Venga, españolitos, que no tenemos todo el día. —
Cayó en el centro de la pileta salpicando, tanto al Sr.Fletcher como a nosotros  que estábamos colocando, en una mesita auxiliar, nuestras pertenencias.
Solo los cuatro, desnudos, en agua caliente, rodeados de burbujas, sintiendo su cosquilleo que iba desde la punta de los pies a la base de los genitales, viendo el sol, como una enorme naranja, sumergirse en el horizonte.
Bueno, no todos. Rosa miraba otra cosa. Estaba absorta con la polla del Sr. Fletcher. Aparecía y desaparecía entre la capa de espuma.
Si a lo largo de la mañana había sido el oscuro objeto de sus ojos, ahora la tenía al lado, pierna contra pierna. Su fijación era excesiva, tanto que hasta Guadalupe, de por si despreocupada, se percató.
         —Que, Rosa, te gusta el instrumento de mi marido. —
         —Sí, que quieres que te diga. Nunca había visto uno de ese color ni de ese tamaño—
         —Mujer, pues disfrútalo. Vamos fuera y jugamos un poco. A él le da lo mismo. —
Salimos, acomodamos las sillas de modo que los hombres se sentaran en unas, con sus atributos al aire, y nosotras, en otras en frente  a fin de tenerlos, como quien dice “a mano” y poder disfrutar de sus órganos viriles a nuestro antojo.
         —Rosa, no te cortes haz lo que quieras, no se va a enfadar. Yo voy a jugar con el de José Luis—
Pese a mi atrevimiento verbal la realidad es que estaba un poco cohibida. Allí, al aire libre casi en público. Era de noche y estábamos solos paro seguro que hasta no empezar la faena, no estaría tranquila.
         —Míralos que monos. El del tuyo parece un bomboncito  y el del mío un brazo de gitano, de chocolate. Venga anímate, no decías que nunca habías tenido uno como este. —
Lo toque, primero, con un dedo, lo fui deslizando cuan largo era, luego con la palma de la mano. La  cerré. Sentí la carne caliente, empecé a excitarme, se me fue humedeciendo la vagina. Aquello iba creciendo, endureciéndose.
         —Cómelo, esta para un buen bocado—Oí a Guadalupe muerta de risa—
Fui acercándomelo a la boca. Pase la lengua por la punta, por el orificio final. Era enorme y apenas si podía abarcarlo. Lo chupe, lo recorrí  a base de lengüetazos. Palpe sus testículo, contraídos. Seguí chupando, chupando aquel pene, el del Sr. Fletcher. Era enorme, hubiese deseado engullirlo en la boca, pero no podía. Lo friccione con las manos. Me lo coloque entre las tetas y con ellas lo fui masajeando. Esperaba que de un momento a otro estállese, que su semen me inundara.
         —Venga para ya, me lo vas a matar— volvió a decir Guadalupe, decorada la cara con el semen de José Luis, otro día seguís. Hay que ir a cenar.
Rosa
Salieron temprano. Guadalupe y José Luis se levantaron al amanecer y partieron en una buseta privada de la Universidad a Valladolid para recorrer las ruinas mayas de la zona. El confiaba adquirir, en algún mercado negro, objetos de obsidiana de esa civilización, preferiblemente un cuchillo o algún hacha; ella, que conocía a los equipos arqueológicos de campo, serviría de cicerone e intermediaria en caso de necesidad.
Quede en la cama. Imaginaba como podría pasar, sola, todo el día en aquel paraíso tropical.
Primero desayunar.
En el enorme bungaló que hacía las veces de restaurante se distribuían las mesas con manteles blancos y flores; en uno de los laterales un gran bufet ofrecía a los huéspedes cafés, bebidas, frutas, huevos, pan, pastas, todo lo que se podía incluirse en un desayuno americano. Iba a sentarme cuando me llamaron.
         —Rosa, aquí conmigo— oí decir al Sr. Fletcher.
Vi al gran moreno solo, como yo, en una mesa y ni dude en acompañarlo.
         —Buenos días, también solito—
Quien iba a decirme a mí, treinta años antes, durante aquel periodo loco de mi existencia en el que anduve unas fiestas de San Mateo persiguiendo a un grupo de estadounidenses de color por ver si conseguía verle alguno la polla, que ahora estaría en un hotel idílico del Caribe con un moreno real, al que ya había  visto desnudo y a quien había palpado y sopesado su enorme  instrumento. Cosas de la vida; entonces quede con las ganas y ese fue un pequeño trauma que tuve durante muchos años.
Desayunaba de acuerdo a su tamaño, o sea mucho. Al terminar propuso, para más tarde, ir a la playa, tomar el sol, pasear. Me pareció excelente.
Quedamos en la puerta. Iba con guayabera blanca y gorra de béisbol, parecía más alto y más negro
Una  serie de templetes con piso de madera  y cierre de gasa en los laterales se alineaban a lo largo del límite de la playa. Algunos huéspedes ya disfrutaban del sol, solos o acompañado pero eso sí, todos desnuditos. .
Fletcher se acomodó en uno del extremo, justo el que colindaba con el pasillo de entrada, el más próximo al bar, ahora vacío. Con el mismo pudor con el que actuó la tarde anterior, o sea, ninguno, se despojó de la ropa quedando como dios lo trajo al mundo, pero más crecidito. Se repantigo sobre el gran colchón de base, acomodo gorra y gafas mirándome para que lo imitara.
No lo dude. Deshice el nudo que sujetaba el pareo, cayó y quede, como todos, desnuda y libre. Me embadurne cuerpo, tetas y culo de crema protectora, y al sol.
Junto a Fletcher parecíamos algo así como la leche y el café o el punto y la i. El, negro, casi azulado, yo blanquísima. El grande yo pequeñita.
         —Vamos a pasear—dije. —Hace mucho calor, seguro que en la orilla se estará mejor.
Se levantó, recogió sus pertenencias, volvió a recolocarse las gafas, ayudó a levantarme y caminó hacía el agua.
Lo que en Asturias tal vez hubiese parecido extraño allí no. Éramos una pareja interracial paseando, el con la mano sobre mis hombros o mi cintura yo orgullosa de mostrarme. Nada paso. Nadie se alboroto, ni nos señaló ni, que nosotros lo oyésemos, comento nuestra anacrónica figura.
Dos kilómetros de arena blanca, harinosa, un agua cristalina, el murmullo de olas rompiendo era todo cuanto nos acompañaba.
Íbamos en silencio. Ni sé que pensaba él ni conque soñaba yo. Estábamos con los pies en el agua y la mente en el cielo.
Volvimos a los templetes. Ahora y por delante de ellos, casi junto al mar, había otros vacíos con una camilla o dos en el centro.
         —Ya los han puesto—dijo —Te apetece un masaje—
Había recibido cientos pero ninguno como el que se me ofrecía: Al aire libre, en un espacio abierto y en medio de la playa.
         —Si quieres lo tomamos a mi si me gusta—
         —Completo—
         —Como quieras—
         —Te invito, voy avisar a los masajistas—
Salió hacia recepción. Quede viendo el ir y venir de las olas, esperando.
Llego Fletcher y una pareja, chico-chica, de masajistas. Sin duda el para mí y ella para él.
Entramos en uno y nos adjudicaron las camillas, indicándonos que nos tumbásemos. Estábamos ya desnudos y, aun así, nos cubrieron con sendas toallas.
Pese al ambiente y lo atípico del lugar un masaje siempre es un masaje. Y así empezó aquel.
Quien me atendía, el chico, lo inicio extendiendo por la espalda una capa de aceite, que fue distribuyendo por hombros, cuello brazo y cintura. Sus manos friccionaban, estiraban, oprimían los músculos, los relajaban. Me fui adormilando. En sueños note como eliminaban la toalla, como golpeaba los glúteos, oprimía las piernas, los gemelos. Desperté cuando un hilo de aceite templado cayó sobre  la raja de las nalgas excitándome el ano y luego unos dedos traviesos le siguieron masajeándolo. No sé si estaba a gusto o enfadada pero ya, a aquellas alturas del proceso, no iba a protestar.
         —Dese la vuelta—
Obedecí.
Quede mirado el cielo azul, al masajista, a Fletcher a mi lado con su enorme polla caída.
De nuevo el aceite y unas manos que lo extendían. El masaje normal había terminado y el erótico empezaba.
No es lo mismo que te trabajen la espalda o los omoplatos que los pechos, la tripita o el pubis.  Primero los senos, los rodeo, acaricio, apretó, después los pezones con los que jugueteo, pellizco. El tiempo apenas pasaba y cada vez me excitaba más. Empezaba a humedecerme a olvidarme de todo. Continúo hacia abajo. Estómago, pubis  piernas. El aceite, al caer, cosquilleaba el clítoris, las ingles. Tras él las manos, los dedos, buscando mi placer, mi goce. Yo cada vez más y más caliente, mojada  perdida.
Abrí los ojos.  Fletcher, al lado, sufría un tratamiento similar y su pene empezaba a tener vida, fuerza, potencia.
Volví a centrarme en mí, en aquellas manos que me daban placer que me hacían retorcer de gusto, me hacían olvidar donde estábamos y como me encontraba.
El sexo nunca es eterno y el clímax acabo en una oleada de fluidos vaginales, un orgasmo continuo y una paz enorme.
         —Tomemos un trago— oí entre olas.
Fletcher, de pie, me ofrecía la mano y el pareo.
         —Un roncito con limón y mucho hielo son buenísimos para estos casos.
Un roncito, otro y otro más. La comida, un café cargado.
Subimos a las habitaciones. No llegue a la mía.
Al pasar por la suya me tomo en brazos, la abrió y caímos sobre la cama.
Alguna vez idealice estar con un negro, nunca lo hice. Hoy estaba con uno. Desnudos bajo el enorme ventilador del techo fuimos tanteándonos, investigando nuestros cuerpos diferentes. El buscaba mis pechos, sus pezones claros. Yo su polla. Su enorme falo negro cada vez más firme y turgente. Jamás había tenido entre mis manos algo parecido. Una sobre la otra apenas lo cubrían. Lo acariciaba, frotaba, mordisqueaba. En la boca apenas si cabía pero con la lengua hacia diabluras. Estaba claro que aquello no entraba en mi coño pero también que íbamos a jugar a tope y que su leche terminaría regando mi cintura. Paso mucho rato hasta que cubiertos de semen quedamos dormidos en la cama.
Eran las cinco cuando limpios, aseados y en pareo, aguardábamos a nuestras parejas en el bar.
Llegaron pletóricos, sucios y contentos.
         —Nos duchamos y al jacuzzi—dijo José Luis Estampándome un beso en los labios.
José Luis
Que será de los Fletcher, de aquel resort encantador, del yacusi. En la calle llueve. Mañana los niños, solo ellos, podrán romper la cuarentena, podrán, como dice la orden ministerial, ir a la farmacia, al banco o los supermercados, que agudos. Oigo a mi suegra despotricar contra el Sr. Presidente que habla mucho y no dice nada, que ha sido engañado, no como un chino sino por los chinos, vendiéndole mascarillas defectuosas y test en mal estado, que es el hazmerreír de la Comunidad Europea a la que propone medidas económicas que están en contra de sus propios reglamentos. Que está manejando esta crisis, la más grave de las vividas hasta ahora, con una gestión caótica, improvisada y sin consenso.
Como diría Rick Blaine (Humphrey Bogart) a Ilsa Lund (Ingrid Berman) en la película Casagrande (1942): “Siempre nos quedará Paris”. Pensaremos que esto acabara que veremos de nuevo el sol, los paseos con gente, los bares, las terracitas, los niños corriendo y los mayores meditando en cualquier banco. Pasará tiempo y nos aferraremos, como en la película, a que el amor, la libertad y la vida están siempre por encima de la separación o de la política con su infame y mal manejada cuarentena, de más de 100 días.