lunes, 27 de abril de 2020

EL PENE DEL Sr. FLETCHER.

José Luis
Puede decirse que toda la culpa la tiene la maldita cuarentena. Antes, por lo general uno estaba tranquilo en casa, como buen jubilado, no hacía nada y nadie me lo reprochaba. De repente el Gobierno decreta el estado de alarma y, todos a casa, sin salir, sin poderse enfadar, oyendo por las tardes “Resistiré”, sin futbol, sin deportes, sin los entretenidos concursos de televisión que ya nunca serán como antes.
Para bien o para mal, yo con mi señora y su mama en el hogar, la una con un ataque continuado de limpieza y orden, la otra con una obsesión ciega por la cocina. “Estamos en alarma pero es Semana Santa”, decía la suegra, hay que hacer torrijas y filloas, es la tradición. Las hacía y todos engordábamos. Tú vago, gritaba mi “santa” a ver si de una vez por todas ordenas los armarios, sobre todo el de los papeles, el día menos pensado se llenaran de coronavirus y será peor. Termine haciéndole caso.
Había, de todo, sobre todo fotos. Siendo joven y con la oposición de, la de entonces mi mujer, empecé un curso de fotografía. Hice muchas, aprendí técnicas de revelado, iluminación, almacenamiento, conservación. Cuando me case de nuevo, la fotografía había evolucionado, los ordenadores sustituyeron las máquinas y la imagen el papel se pasó de una época a otra. Ahora las instantáneas no se guardaban en soporte orgánico sino en memoria. En los años de transición seguía haciendolas, las revelaba y en los mismos sobres que me las entregaban las guardaba. Ni las ordenaba en álbumes ni las archivaba en  memoria.
Fui haciendo  montoncitos por fechas, lugares, eventos cumpleaños, navidades. Pensé volver de nuevo a los álbumes, ya que, eso sí, los negativos estaban desaparecidos, deseche la idea. Las vería, recordaría cuando, donde y como las tome y las guardaría en alguna bonita caja de aluminio.
Allí estaba el viaje a Tulum, surgió como un relámpago luminoso en la negra  noche de la cuarentena que vivíamos.
Porque fuimos, quien nos lo indicó, como lo encontramos. La verdad es que nadie. El azar, los problemas de alojamiento y transporte guiaron nuestros pasos. Hubo, eso sí, ciertos condicionantes. Rosa quería playa, sol, trópico en estado puro. Yo algo más, ansiaba ver de nuevo los vestigios de la civilización Maya, visitar sus emplazamiento y, si surgía la ocasión comprar algún hacha o cuchillo de obsidiana, aquellos con los que los sacerdotes oficiaban sus rituales, con los que cortaban el pecho de las jóvenes doncellas y aún vivo y palpitante lo ofrecían a sus dioses.
Algo más rupestre fue el empeño, por parte de ambos, que fuese un establecimiento de los que los estadounidenses denominan “Clothing Optional Resorts” o sea nudista para los hispanos.
Algo como esto, que en principio pareció difícil y complicado, no lo fue, Internet, amigos y el boca a boca de la Asociación naturista asturiana guiaron nuestros pasos hasta el “Intima Resort”, establecimiento que cumplía todas nuestras expectativas.
Piscina del Intima Resort
Hace años Tulum era un pueblo hippy soñoliento que principalmente atraía mochileros de bajo presupuesto que intentaban escapar de Cancún. Hoy en día, se está convirtiendo rápidamente en el destino más moderno de la costa maya. Los albergues de cama y desayuno siguen siendo muchos, pero la variedad de opciones ha aumentado a apartamentos de alquiler, bungalós de playa y resorts todo incluido.
El “Intima Resort“ era un hotelito coquetón; una especie de enorme bungaló con techo artificial de ramas. Apenas 15 habitaciones, distribuidas en tres plantas, una piscina con bar incorporado y un adosado que hacia los usos de comedor y sala de fiestas.
Nos asignaron una habitación al extremo de la última planta. Tras ducharnos y deshacer la maleta y enfundados en sendos pareos propagandísticos  obsequie de la casa, bajamos a la piscina. Una señorita, sentada en el bar acuático, nos ofreció dos margaritas, muy fríos como bienvenida de la casa y nos deseó una muy feliz estancia.
Estábamos solos. Tumbados en dos tumbonas dejamos que el sol eliminara, casi por encanto, el cansancio de más de 12 horas de viaje y abriera ante nosotros una temporadita de paz, relax y placer.
Con las horas los bordes de la piscina fueron llenándose de parejas. No muchas, como cuatro o cinco. Todas desnudas, todas como recién llegadas.
Se sentaron a nuestro lado. El, grande, negro, ella morena. Nos saludaron y se tendieron al sol. Al rato un camarero paso ofreciendo margaritas, roncitos helados con limón y coca colas. Fue el principio de la relación. Tomamos las bebidas y nos sentamos en una mesita.
El Sr.Fletcher y su mujer Guadalupe, pasaban, cada año, 15 días en la zona, en parte por trabajo y en parte por sosiego. El, de Kingston, doctor en Agricultura tropical por la Universidad de las Antillas, ella, chiquita de México D.F.  Especialista en cultura Maya por el Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Eran una pareja físicamente atípica. El, enorme, oscuro, ella clásica mexicana, baja, regordeta, morena, habladora. El, callado, tranquilo, ella un manojo de nervios. Ambos de tendencia socialista. Ella  del Partido de Acción Nacional (PAN) y el  del Laborista Jamaicano.
Comimos juntos. El azar nos había colocado puerta con puerta y la erótica del viaje hizo que congeniaremos.
         —Nos vemos luego— dijo Guadalupe— de paso os enseñamos la playa. Está muy cerca y acotada por el hotel.
Era preciosa. Blanca. Rodeada de palmeras. Con una serie de templetes para tomar el sol o descansar. Barcitos con bebidas. Toallas, pareos. Profesionales que, o bien te trenzaban el pelo o te marcaban un tatuaje. Vendedores de frutas y suvenires. Trepadores de palmeras.  
Ocupamos una de las mayores pérgolas y nos tumbamos los cuatro. Nadie parecía asombrarse de la desnudez total de la zona. Salvo los camareros y el personal de apoyo todos estábamos en pelota. A nadie le preocupaba.
Bueno a todos no. Rosa me cuchicheo al oído.
         —Mira la polla del Sr. Fletcher, es enorme. Nunca vi nada parecido. —
Sonreí. Seguro que esta noche no dormiría pensando en semejante aparato. Recordé, no sé porque,  la gran polla que tuvimos en España, la del Rey Fernando VII; este borbón  tenía una enfermedad llamada macrosomía genital, o unos genitales que se desarrollaban muy por encima de lo que consideraríamos normal y según Próspero de Merimée, escritor e historiador francés de la época, el pene del rey era "fino como una barra de lacre en su base y tan gordo como el puño en su extremidad". El Sr. Fletcher mostraba sus atributos enormes, pero no deformes.
De la playa al hotel. Ese era el momento difícil en el que uno no sabe qué hacer, más aun en un “resort” como aquel perdido en el Yucatán mexicano. Dormir en la habitación, leer, pasear por los alrededores.
         —Y si fuésemos al yacusi—dijo Guadalupe. No era mala idea.
El establecimiento, construido en tres plantas, poseía, al final de cada nivel, un yacusi para los inquilinos de la zona. Por estar nuestras habitaciones al final del tercero, vivíamos casi frente a frente del que nos correspondía.
Pequeña, como máximo para seis personas, con un para sol adosado, dos mesitas, sillas y unas vistas excelentes hacia la puesta del sol  nuestra gran bañera con burbujas era un pecado para ojos y sentidos.
Anochecía. Una verbena de luces ampliaba el erotismo del lugar.
Fue la primera en llegar.
         —Venga, españolitos, que no tenemos todo el día. —
Cayó en el centro de la pileta salpicando, tanto al Sr.Fletcher como a nosotros  que estábamos colocando, en una mesita auxiliar, nuestras pertenencias.
Solo los cuatro, desnudos, en agua caliente, rodeados de burbujas, sintiendo su cosquilleo que iba desde la punta de los pies a la base de los genitales, viendo el sol, como una enorme naranja, sumergirse en el horizonte.
Bueno, no todos. Rosa miraba otra cosa. Estaba absorta con la polla del Sr. Fletcher. Aparecía y desaparecía entre la capa de espuma.
Si a lo largo de la mañana había sido el oscuro objeto de sus ojos, ahora la tenía al lado, pierna contra pierna. Su fijación era excesiva, tanto que hasta Guadalupe, de por si despreocupada, se percató.
         —Que, Rosa, te gusta el instrumento de mi marido. —
         —Sí, que quieres que te diga. Nunca había visto uno de ese color ni de ese tamaño—
         —Mujer, pues disfrútalo. Vamos fuera y jugamos un poco. A él le da lo mismo. —
Salimos, acomodamos las sillas de modo que los hombres se sentaran en unas, con sus atributos al aire, y nosotras, en otras en frente  a fin de tenerlos, como quien dice “a mano” y poder disfrutar de sus órganos viriles a nuestro antojo.
         —Rosa, no te cortes haz lo que quieras, no se va a enfadar. Yo voy a jugar con el de José Luis—
Pese a mi atrevimiento verbal la realidad es que estaba un poco cohibida. Allí, al aire libre casi en público. Era de noche y estábamos solos paro seguro que hasta no empezar la faena, no estaría tranquila.
         —Míralos que monos. El del tuyo parece un bomboncito  y el del mío un brazo de gitano, de chocolate. Venga anímate, no decías que nunca habías tenido uno como este. —
Lo toque, primero, con un dedo, lo fui deslizando cuan largo era, luego con la palma de la mano. La  cerré. Sentí la carne caliente, empecé a excitarme, se me fue humedeciendo la vagina. Aquello iba creciendo, endureciéndose.
         —Cómelo, esta para un buen bocado—Oí a Guadalupe muerta de risa—
Fui acercándomelo a la boca. Pase la lengua por la punta, por el orificio final. Era enorme y apenas si podía abarcarlo. Lo chupe, lo recorrí  a base de lengüetazos. Palpe sus testículo, contraídos. Seguí chupando, chupando aquel pene, el del Sr. Fletcher. Era enorme, hubiese deseado engullirlo en la boca, pero no podía. Lo friccione con las manos. Me lo coloque entre las tetas y con ellas lo fui masajeando. Esperaba que de un momento a otro estállese, que su semen me inundara.
         —Venga para ya, me lo vas a matar— volvió a decir Guadalupe, decorada la cara con el semen de José Luis, otro día seguís. Hay que ir a cenar.
Rosa
Salieron temprano. Guadalupe y José Luis se levantaron al amanecer y partieron en una buseta privada de la Universidad a Valladolid para recorrer las ruinas mayas de la zona. El confiaba adquirir, en algún mercado negro, objetos de obsidiana de esa civilización, preferiblemente un cuchillo o algún hacha; ella, que conocía a los equipos arqueológicos de campo, serviría de cicerone e intermediaria en caso de necesidad.
Quede en la cama. Imaginaba como podría pasar, sola, todo el día en aquel paraíso tropical.
Primero desayunar.
En el enorme bungaló que hacía las veces de restaurante se distribuían las mesas con manteles blancos y flores; en uno de los laterales un gran bufet ofrecía a los huéspedes cafés, bebidas, frutas, huevos, pan, pastas, todo lo que se podía incluirse en un desayuno americano. Iba a sentarme cuando me llamaron.
         —Rosa, aquí conmigo— oí decir al Sr. Fletcher.
Vi al gran moreno solo, como yo, en una mesa y ni dude en acompañarlo.
         —Buenos días, también solito—
Quien iba a decirme a mí, treinta años antes, durante aquel periodo loco de mi existencia en el que anduve unas fiestas de San Mateo persiguiendo a un grupo de estadounidenses de color por ver si conseguía verle alguno la polla, que ahora estaría en un hotel idílico del Caribe con un moreno real, al que ya había  visto desnudo y a quien había palpado y sopesado su enorme  instrumento. Cosas de la vida; entonces quede con las ganas y ese fue un pequeño trauma que tuve durante muchos años.
Desayunaba de acuerdo a su tamaño, o sea mucho. Al terminar propuso, para más tarde, ir a la playa, tomar el sol, pasear. Me pareció excelente.
Quedamos en la puerta. Iba con guayabera blanca y gorra de béisbol, parecía más alto y más negro
Una  serie de templetes con piso de madera  y cierre de gasa en los laterales se alineaban a lo largo del límite de la playa. Algunos huéspedes ya disfrutaban del sol, solos o acompañado pero eso sí, todos desnuditos. .
Fletcher se acomodó en uno del extremo, justo el que colindaba con el pasillo de entrada, el más próximo al bar, ahora vacío. Con el mismo pudor con el que actuó la tarde anterior, o sea, ninguno, se despojó de la ropa quedando como dios lo trajo al mundo, pero más crecidito. Se repantigo sobre el gran colchón de base, acomodo gorra y gafas mirándome para que lo imitara.
No lo dude. Deshice el nudo que sujetaba el pareo, cayó y quede, como todos, desnuda y libre. Me embadurne cuerpo, tetas y culo de crema protectora, y al sol.
Junto a Fletcher parecíamos algo así como la leche y el café o el punto y la i. El, negro, casi azulado, yo blanquísima. El grande yo pequeñita.
         —Vamos a pasear—dije. —Hace mucho calor, seguro que en la orilla se estará mejor.
Se levantó, recogió sus pertenencias, volvió a recolocarse las gafas, ayudó a levantarme y caminó hacía el agua.
Lo que en Asturias tal vez hubiese parecido extraño allí no. Éramos una pareja interracial paseando, el con la mano sobre mis hombros o mi cintura yo orgullosa de mostrarme. Nada paso. Nadie se alboroto, ni nos señaló ni, que nosotros lo oyésemos, comento nuestra anacrónica figura.
Dos kilómetros de arena blanca, harinosa, un agua cristalina, el murmullo de olas rompiendo era todo cuanto nos acompañaba.
Íbamos en silencio. Ni sé que pensaba él ni conque soñaba yo. Estábamos con los pies en el agua y la mente en el cielo.
Volvimos a los templetes. Ahora y por delante de ellos, casi junto al mar, había otros vacíos con una camilla o dos en el centro.
         —Ya los han puesto—dijo —Te apetece un masaje—
Había recibido cientos pero ninguno como el que se me ofrecía: Al aire libre, en un espacio abierto y en medio de la playa.
         —Si quieres lo tomamos a mi si me gusta—
         —Completo—
         —Como quieras—
         —Te invito, voy avisar a los masajistas—
Salió hacia recepción. Quede viendo el ir y venir de las olas, esperando.
Llego Fletcher y una pareja, chico-chica, de masajistas. Sin duda el para mí y ella para él.
Entramos en uno y nos adjudicaron las camillas, indicándonos que nos tumbásemos. Estábamos ya desnudos y, aun así, nos cubrieron con sendas toallas.
Pese al ambiente y lo atípico del lugar un masaje siempre es un masaje. Y así empezó aquel.
Quien me atendía, el chico, lo inicio extendiendo por la espalda una capa de aceite, que fue distribuyendo por hombros, cuello brazo y cintura. Sus manos friccionaban, estiraban, oprimían los músculos, los relajaban. Me fui adormilando. En sueños note como eliminaban la toalla, como golpeaba los glúteos, oprimía las piernas, los gemelos. Desperté cuando un hilo de aceite templado cayó sobre  la raja de las nalgas excitándome el ano y luego unos dedos traviesos le siguieron masajeándolo. No sé si estaba a gusto o enfadada pero ya, a aquellas alturas del proceso, no iba a protestar.
         —Dese la vuelta—
Obedecí.
Quede mirado el cielo azul, al masajista, a Fletcher a mi lado con su enorme polla caída.
De nuevo el aceite y unas manos que lo extendían. El masaje normal había terminado y el erótico empezaba.
No es lo mismo que te trabajen la espalda o los omoplatos que los pechos, la tripita o el pubis.  Primero los senos, los rodeo, acaricio, apretó, después los pezones con los que jugueteo, pellizco. El tiempo apenas pasaba y cada vez me excitaba más. Empezaba a humedecerme a olvidarme de todo. Continúo hacia abajo. Estómago, pubis  piernas. El aceite, al caer, cosquilleaba el clítoris, las ingles. Tras él las manos, los dedos, buscando mi placer, mi goce. Yo cada vez más y más caliente, mojada  perdida.
Abrí los ojos.  Fletcher, al lado, sufría un tratamiento similar y su pene empezaba a tener vida, fuerza, potencia.
Volví a centrarme en mí, en aquellas manos que me daban placer que me hacían retorcer de gusto, me hacían olvidar donde estábamos y como me encontraba.
El sexo nunca es eterno y el clímax acabo en una oleada de fluidos vaginales, un orgasmo continuo y una paz enorme.
         —Tomemos un trago— oí entre olas.
Fletcher, de pie, me ofrecía la mano y el pareo.
         —Un roncito con limón y mucho hielo son buenísimos para estos casos.
Un roncito, otro y otro más. La comida, un café cargado.
Subimos a las habitaciones. No llegue a la mía.
Al pasar por la suya me tomo en brazos, la abrió y caímos sobre la cama.
Alguna vez idealice estar con un negro, nunca lo hice. Hoy estaba con uno. Desnudos bajo el enorme ventilador del techo fuimos tanteándonos, investigando nuestros cuerpos diferentes. El buscaba mis pechos, sus pezones claros. Yo su polla. Su enorme falo negro cada vez más firme y turgente. Jamás había tenido entre mis manos algo parecido. Una sobre la otra apenas lo cubrían. Lo acariciaba, frotaba, mordisqueaba. En la boca apenas si cabía pero con la lengua hacia diabluras. Estaba claro que aquello no entraba en mi coño pero también que íbamos a jugar a tope y que su leche terminaría regando mi cintura. Paso mucho rato hasta que cubiertos de semen quedamos dormidos en la cama.
Eran las cinco cuando limpios, aseados y en pareo, aguardábamos a nuestras parejas en el bar.
Llegaron pletóricos, sucios y contentos.
         —Nos duchamos y al jacuzzi—dijo José Luis Estampándome un beso en los labios.
José Luis
Que será de los Fletcher, de aquel resort encantador, del yacusi. En la calle llueve. Mañana los niños, solo ellos, podrán romper la cuarentena, podrán, como dice la orden ministerial, ir a la farmacia, al banco o los supermercados, que agudos. Oigo a mi suegra despotricar contra el Sr. Presidente que habla mucho y no dice nada, que ha sido engañado, no como un chino sino por los chinos, vendiéndole mascarillas defectuosas y test en mal estado, que es el hazmerreír de la Comunidad Europea a la que propone medidas económicas que están en contra de sus propios reglamentos. Que está manejando esta crisis, la más grave de las vividas hasta ahora, con una gestión caótica, improvisada y sin consenso.
Como diría Rick Blaine (Humphrey Bogart) a Ilsa Lund (Ingrid Berman) en la película Casagrande (1942): “Siempre nos quedará Paris”. Pensaremos que esto acabara que veremos de nuevo el sol, los paseos con gente, los bares, las terracitas, los niños corriendo y los mayores meditando en cualquier banco. Pasará tiempo y nos aferraremos, como en la película, a que el amor, la libertad y la vida están siempre por encima de la separación o de la política con su infame y mal manejada cuarentena, de más de 100 días. 

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