miércoles, 16 de diciembre de 2020

EL COÑO DE LA PROFESORA DE DANZA

Quienes la conocieron, en su tierna juventud, aseguran que entonces era una niña especial. No tenía diez años y ya se la consideraba la mejor de la academia de danza clásica de Doña Soledad, en la calle Santa Susana de Oviedo. Era quien más se esforzaba, quien estudiaba música en el conservatorio para poder seguir mejor el ritmo y la cadencia de las obras.
Con apenas quince años fue seleccionada bailarina solista en la Gala de Danza del Teatro Filarmónica, merito que conllevaba una beca para seguir los estudios en Londres, en el Centro Estudio 70 de ballet clásico, dirigido por el prestigioso director ruso Sergei Radchenko.
Fueron años duros, tal vez excesivos para una joven asturiana que nunca había salido de su tierra.
Muchas horas de ensayos, un idioma desconocido, un ambiente mundano, abierto y competitivo en el que primaba la técnica como primer peldaño para el éxito, un despegue total y absoluto hacia el cuerpo, al que se amansaban diariamente para que obedeciese la música, para ser el mejor entre los suyos.
Lo importante era flotar en el aire ser como una pluma, la mejor, la más osada, la carente de escrúpulos, de miedos, de pudores.
Apoyados sobre la barra y despojados de cualquier ropa que impidiese los más osados movimientos los alevines de figuras solo pensaban en un futuro éxito en un puesto en un elenco de fama.
Sudaban a mares y la poca ropa se empapaba, muchas veces se eliminaba y casi siempre alguno o alguna terminaban desnudos sobre el parqué del salón.
Así fueron los primeros tiempos, los de formación, especialmente de la mente.

“Studio 70”. Riguroso método de Ballet clásico
Pasada esta prueba se entraba en el aprendizaje de la técnica, en la pureza de las formas, en la formación individualizada con el profesor, que siempre deseaba moldear un cuerpo perfecto, al que había que obedecer ciegamente y soportar cualquier tipo de acción, ocurrencia, tocamiento o agresión que se le antojase. Todo se soportaba ante un futuro éxitoso.

“Studio 70”. Riguroso método de Ballet clásico
Tras dos años en aquel infierno londinense la niñita asturiana termino como una mujer nueva, diferente, que ya no deseaba danzar pero aspiraba a difundir todo cuanto había aprendido. En muy poco tiempo paso de alumna aventajada a excelente profesora de danza, la mejor, la más reconocida, la que monto su propia academia, la más prestigiosa y en la que nunca había plaza si no era tras una muy fuerte recomendación.
Como alumna londinense trajo a su centro el rigor, el estudio, el trabajo y el orden. Como sobria asturiana le unió el puritanismo, el recato y el pudor.
El descontrol en la vestimenta, tan normal en la city, desapareció. El alumnado iba siempre vestido de punta en blanco, el profesorado mantenía un respeto total y absoluto, un distanciamiento prudente, junto a una capacidad docente de alto nivel.
La piel y, como no, el coño de la profesora de danza, no se sabe cómo es. Según las malas lenguas (el 100% de sus alumnas), no la ha visto nadie desnuda desde hace más de treinta años. Es probable que su depiladora lo sepa, en su entorno intimo la consideran una mujer muy limpia, pero también la asocian como alguien peculiar: nunca la han observado con faldas, ni con bikini, ni le han visto las piernas y mucho menos su lindo coñito.
Sin duda lo tiene, pero nadie lo conoce. Nadie sabe nada del coño de la profesora de danza

Los mayores del barrio aun la recuerdan bailando “El lago de los cisnes” las navidades previas a su viaje a Londres. Tras la representación el comentario más extendido entre la colonia masculina fue aquella frase:” ¿Llevaba braguitas debajo del tu-tu?”. Fue aquel baile el inicio de su pudor o lo fue su estancia en el Studio 70. Salvo ella, nadie lo conoce.
Cada tarde, cuando los alumnos abandonan el centro, la profesora se encierra en su despacho y del ultimo cajón de su mesa saca una lámina, el carboncillo de una bailarina vestida únicamente con una faldita, danzando, sola, en el gran salón de prácticas.
Recuerda aun sus quince años y la petición de un pintor, amigo de la entonces directora, quien le rogo que bailase para él.
Empezó vestida con bodi y mayas pero tras más de dos horas bailando, término haciéndolo prácticamente desnuda.
Vilches, así se llamaba el pintor, le hizo un montón de bocetos y cuando regreso, después de ducharse, le regalo uno, el mejor, según él, el más limpio, el con más movimiento.
Poco tiempo después ella salió hacia Inglaterra y el a Nueva York. No volvieron a verse.
Supo que, con el tiempo y apoyado por la Fundación Masaveu, fue uno de los emblemas más carismáticos del arte pictórico asturiano. También se enteró, esta vez por la prensa, que su exposición americana sobre bailarinas de valet, en Estados Unidos, se consideró un éxito absoluto. Toda la obra se vendió ( la mayor parte esta guardada, como no, en el museo de los Masaveu). No supo que el artista acababa de morir víctima de la pandemia que asolaba al planeta.

Solo ella conocía el dibujo. Nunca lo enmarco, ni  lo enseño a nadie. Su cuerpo de quince años surgía desnudo entre los trazos firmes y continuos del artista. Sus senos apenas incipientes, y su sexo púber y sin rasgo de vello eren los rasgos más sobresalientes de aquel su primero y único desnudo. Obra que solo ella admiraba cada día, recordando los años pasados que su memoria se negaba a olvidar.

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