Puede
decirse que toda la culpa la tiene la maldita cuarentena. Antes, por lo general
uno estaba tranquilo en casa, como buen jubilado, no hacía nada y nadie me lo
reprochaba. De repente el Gobierno decreta el estado de alarma y, todos a casa,
sin salir, sin poderse enfadar, oyendo por las tardes “Resistiré”, sin futbol,
sin deportes, sin los entretenidos concursos de televisión que ya nunca serán
como antes.
Para
bien o para mal, yo con mi señora y su mama en el hogar, la una con un ataque
continuado de limpieza y orden, la otra con una obsesión ciega por la cocina.
“Estamos en alarma pero es Semana Santa”, decía la suegra, hay que hacer
torrijas y filloas, es la tradición. Las hacía y todos engordábamos. Tú vago,
gritaba mi “santa” a ver si de una vez por todas ordenas los armarios, sobre
todo el de los papeles, el día menos pensado se llenaran de coronavirus y será
peor. Termine haciéndole caso.
Había,
de todo, sobre todo fotos. Siendo joven y con la oposición de, la de entonces
mi mujer, empecé un curso de fotografía. Hice muchas, aprendí técnicas de
revelado, iluminación, almacenamiento, conservación. Cuando me case de nuevo,
la fotografía había evolucionado, los ordenadores sustituyeron las máquinas y
la imagen el papel se pasó de una época a otra. Ahora las instantáneas no se
guardaban en soporte orgánico sino en memoria. En los años de transición seguía
haciendolas, las revelaba y en los mismos sobres que me las entregaban las guardaba.
Ni las ordenaba en álbumes ni las archivaba en memoria.
Fui
haciendo montoncitos por fechas,
lugares, eventos cumpleaños, navidades. Pensé volver de nuevo a los álbumes, ya
que, eso sí, los negativos estaban desaparecidos, deseche la idea. Las vería,
recordaría cuando, donde y como las tome y las guardaría en alguna bonita caja
de aluminio.
Allí
estaba el viaje a Tulum, surgió como un relámpago luminoso en la negra noche de la cuarentena que vivíamos.
Porque
fuimos, quien nos lo indicó, como lo encontramos. La verdad es que nadie. El
azar, los problemas de alojamiento y transporte guiaron nuestros pasos. Hubo,
eso sí, ciertos condicionantes. Rosa quería playa, sol, trópico en estado puro.
Yo algo más, ansiaba ver de nuevo los vestigios de la civilización Maya,
visitar sus emplazamiento y, si surgía la ocasión comprar algún hacha o
cuchillo de obsidiana, aquellos con los que los sacerdotes oficiaban sus
rituales, con los que cortaban el pecho de las jóvenes doncellas y aún vivo y
palpitante lo ofrecían a sus dioses.
Algo
más rupestre fue el empeño, por parte de ambos, que fuese un establecimiento de
los que los estadounidenses denominan “Clothing
Optional Resorts” o sea nudista para los hispanos.
Algo
como esto, que en principio pareció difícil y complicado, no lo fue, Internet, amigos
y el boca a boca de la Asociación naturista asturiana guiaron nuestros pasos
hasta el “Intima Resort”, establecimiento que cumplía todas nuestras
expectativas.
Piscina
del Intima Resort
Hace años Tulum era un pueblo hippy soñoliento que
principalmente atraía mochileros de bajo presupuesto que intentaban escapar de
Cancún. Hoy en día, se está convirtiendo rápidamente en el destino más moderno
de la costa maya. Los albergues de cama y desayuno siguen siendo muchos, pero
la variedad de opciones ha aumentado a apartamentos de alquiler, bungalós de
playa y resorts todo incluido.
El
“Intima
Resort“ era un hotelito coquetón; una especie de enorme bungaló con
techo artificial de ramas. Apenas 15 habitaciones, distribuidas en tres plantas,
una piscina con bar incorporado y un adosado que hacia los usos de comedor y
sala de fiestas.
Nos
asignaron una habitación al extremo de la última planta. Tras ducharnos y
deshacer la maleta y enfundados en sendos pareos propagandísticos obsequie de la casa, bajamos a la piscina. Una
señorita, sentada en el bar acuático, nos ofreció dos margaritas, muy fríos
como bienvenida de la casa y nos deseó una muy feliz estancia.
Estábamos
solos. Tumbados en dos tumbonas dejamos que el sol eliminara, casi por encanto,
el cansancio de más de 12 horas de viaje y abriera ante nosotros una
temporadita de paz, relax y placer.
Con
las horas los bordes de la piscina fueron llenándose de parejas. No muchas,
como cuatro o cinco. Todas desnudas, todas como recién llegadas.
Se
sentaron a nuestro lado. El, grande, negro, ella morena. Nos saludaron y se
tendieron al sol. Al rato un camarero paso ofreciendo margaritas, roncitos
helados con limón y coca colas. Fue el principio de la relación. Tomamos las
bebidas y nos sentamos en una mesita.
El
Sr.Fletcher y su mujer Guadalupe, pasaban, cada año, 15 días en la zona, en
parte por trabajo y en parte por sosiego. El, de Kingston, doctor en
Agricultura tropical por la Universidad de las Antillas, ella, chiquita de
México D.F. Especialista en cultura Maya
por el Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional
Autónoma de México. Eran una pareja físicamente atípica. El, enorme, oscuro,
ella clásica mexicana, baja, regordeta, morena, habladora. El, callado,
tranquilo, ella un manojo de nervios. Ambos de tendencia socialista. Ella del Partido de Acción Nacional (PAN) y el del Laborista Jamaicano.
Comimos
juntos. El azar nos había colocado puerta con puerta y la erótica del viaje
hizo que congeniaremos.
—Nos vemos luego— dijo Guadalupe— de
paso os enseñamos la playa. Está muy cerca y acotada por el hotel.
Era
preciosa. Blanca. Rodeada de palmeras. Con una serie de templetes para tomar el
sol o descansar. Barcitos con bebidas. Toallas, pareos. Profesionales que, o
bien te trenzaban el pelo o te marcaban un tatuaje. Vendedores de frutas y
suvenires. Trepadores de palmeras.
Ocupamos
una de las mayores pérgolas y nos tumbamos los cuatro. Nadie parecía asombrarse
de la desnudez total de la zona. Salvo los camareros y el personal de apoyo
todos estábamos en pelota. A nadie le preocupaba.
Bueno
a todos no. Rosa me cuchicheo al oído.
—Mira la polla del Sr. Fletcher, es
enorme. Nunca vi nada parecido. —
Sonreí.
Seguro que esta noche no dormiría pensando en semejante aparato. Recordé, no sé
porque, la gran polla que tuvimos en
España, la del Rey Fernando VII; este borbón tenía una enfermedad llamada macrosomía
genital, o unos genitales que se desarrollaban muy por encima de lo que
consideraríamos normal y según Próspero de Merimée, escritor e historiador
francés de la época, el pene del rey era "fino como una barra de lacre en
su base y tan gordo como el puño en su extremidad". El Sr. Fletcher
mostraba sus atributos enormes, pero no deformes.
De
la playa al hotel. Ese era el momento difícil en el que uno no sabe qué hacer,
más aun en un “resort” como aquel perdido en el Yucatán mexicano. Dormir en la
habitación, leer, pasear por los alrededores.
—Y si fuésemos al yacusi—dijo Guadalupe.
No era mala idea.
El
establecimiento, construido en tres plantas, poseía, al final de cada nivel, un
yacusi para los inquilinos de la zona. Por estar nuestras habitaciones al final
del tercero, vivíamos casi frente a frente del que nos correspondía.
Pequeña,
como máximo para seis personas, con un para sol adosado, dos mesitas, sillas y
unas vistas excelentes hacia la puesta del sol
nuestra gran bañera con burbujas era un pecado para ojos y sentidos.
Anochecía.
Una verbena de luces ampliaba el erotismo del lugar.
Fue
la primera en llegar.
—Venga, españolitos, que no tenemos todo
el día. —
Cayó
en el centro de la pileta salpicando, tanto al Sr.Fletcher como a nosotros que estábamos colocando, en una mesita
auxiliar, nuestras pertenencias.
Solo
los cuatro, desnudos, en agua caliente, rodeados de burbujas, sintiendo su cosquilleo
que iba desde la punta de los pies a la base de los genitales, viendo el sol,
como una enorme naranja, sumergirse en el horizonte.
Bueno,
no todos. Rosa miraba otra cosa. Estaba absorta con la polla del Sr. Fletcher.
Aparecía y desaparecía entre la capa de espuma.
Si
a lo largo de la mañana había sido el oscuro objeto de sus ojos, ahora la tenía
al lado, pierna contra pierna. Su fijación era excesiva, tanto que hasta Guadalupe,
de por si despreocupada, se percató.
—Que, Rosa, te gusta el instrumento de
mi marido. —
—Sí, que quieres que te diga. Nunca
había visto uno de ese color ni de ese tamaño—
—Mujer, pues disfrútalo. Vamos fuera y
jugamos un poco. A él le da lo mismo. —
Salimos,
acomodamos las sillas de modo que los hombres se sentaran en unas, con sus
atributos al aire, y nosotras, en otras en frente a fin de tenerlos, como quien dice “a mano” y
poder disfrutar de sus órganos viriles a nuestro antojo.
—Rosa, no te cortes haz lo que quieras,
no se va a enfadar. Yo voy a jugar con el de José Luis—
Pese
a mi atrevimiento verbal la realidad es que estaba un poco cohibida. Allí, al
aire libre casi en público. Era de noche y estábamos solos paro seguro que
hasta no empezar la faena, no estaría tranquila.
—Míralos que monos. El del tuyo parece
un bomboncito y el del mío un brazo de
gitano, de chocolate. Venga anímate, no decías que nunca habías tenido uno como
este. —
Lo
toque, primero, con un dedo, lo fui deslizando cuan largo era, luego con la
palma de la mano. La cerré. Sentí la
carne caliente, empecé a excitarme, se me fue humedeciendo la vagina. Aquello
iba creciendo, endureciéndose.
—Cómelo, esta para un buen bocado—Oí a Guadalupe
muerta de risa—
Fui
acercándomelo a la boca. Pase la lengua por la punta, por el orificio final.
Era enorme y apenas si podía abarcarlo. Lo chupe, lo recorrí a base de lengüetazos. Palpe sus testículo,
contraídos. Seguí chupando, chupando aquel pene, el del Sr. Fletcher. Era
enorme, hubiese deseado engullirlo en la boca, pero no podía. Lo friccione con
las manos. Me lo coloque entre las tetas y con ellas lo fui masajeando.
Esperaba que de un momento a otro estállese, que su semen me inundara.
—Venga para ya, me lo vas a matar—
volvió a decir Guadalupe, decorada la cara con el semen de José Luis, otro día
seguís. Hay que ir a cenar.
Rosa
Salieron
temprano. Guadalupe y José Luis se levantaron al amanecer y partieron en una
buseta privada de la Universidad a Valladolid para recorrer las ruinas mayas de
la zona. El confiaba adquirir, en algún mercado negro, objetos de obsidiana de
esa civilización, preferiblemente un cuchillo o algún hacha; ella, que conocía
a los equipos arqueológicos de campo, serviría de cicerone e intermediaria en
caso de necesidad.
Quede
en la cama. Imaginaba como podría pasar, sola, todo el día en aquel paraíso
tropical.
Primero
desayunar.
En
el enorme bungaló que hacía las veces de restaurante se distribuían las mesas
con manteles blancos y flores; en uno de los laterales un gran bufet ofrecía a
los huéspedes cafés, bebidas, frutas, huevos, pan, pastas, todo lo que se podía
incluirse en un desayuno americano. Iba a sentarme cuando me llamaron.
—Rosa, aquí conmigo— oí decir al Sr.
Fletcher.
Vi
al gran moreno solo, como yo, en una mesa y ni dude en acompañarlo.
—Buenos días, también solito—
Quien
iba a decirme a mí, treinta años antes, durante aquel periodo loco de mi
existencia en el que anduve unas fiestas de San Mateo persiguiendo a un grupo
de estadounidenses de color por ver si conseguía verle alguno la polla, que
ahora estaría en un hotel idílico del Caribe con un moreno real, al que ya
había visto desnudo y a quien había
palpado y sopesado su enorme
instrumento. Cosas de la vida; entonces quede con las ganas y ese fue un
pequeño trauma que tuve durante muchos años.
Desayunaba
de acuerdo a su tamaño, o sea mucho. Al terminar propuso, para más tarde, ir a
la playa, tomar el sol, pasear. Me pareció excelente.
Quedamos
en la puerta. Iba con guayabera blanca y gorra de béisbol, parecía más alto y
más negro
Una
serie de templetes con piso de
madera y cierre de gasa en los laterales
se alineaban a lo largo del límite de la playa. Algunos huéspedes ya
disfrutaban del sol, solos o acompañado pero eso sí, todos desnuditos. .
Fletcher
se acomodó en uno del extremo, justo el que colindaba con el pasillo de
entrada, el más próximo al bar, ahora vacío. Con el mismo pudor con el que
actuó la tarde anterior, o sea, ninguno, se despojó de la ropa quedando como
dios lo trajo al mundo, pero más crecidito. Se repantigo sobre el gran colchón
de base, acomodo gorra y gafas mirándome para que lo imitara.
No
lo dude. Deshice el nudo que sujetaba el pareo, cayó y quede, como todos,
desnuda y libre. Me embadurne cuerpo, tetas y culo de crema protectora, y al
sol.
Junto
a Fletcher parecíamos algo así como la leche y el café o el punto y la i. El,
negro, casi azulado, yo blanquísima. El grande yo pequeñita.
—Vamos a pasear—dije. —Hace mucho calor,
seguro que en la orilla se estará mejor.
Se
levantó, recogió sus pertenencias, volvió a recolocarse las gafas, ayudó a
levantarme y caminó hacía el agua.
Lo
que en Asturias tal vez hubiese parecido extraño allí no. Éramos una pareja
interracial paseando, el con la mano sobre mis hombros o mi cintura yo
orgullosa de mostrarme. Nada paso. Nadie se alboroto, ni nos señaló ni, que
nosotros lo oyésemos, comento nuestra anacrónica figura.
Dos
kilómetros de arena blanca, harinosa, un agua cristalina, el murmullo de olas
rompiendo era todo cuanto nos acompañaba.
Íbamos
en silencio. Ni sé que pensaba él ni conque soñaba yo. Estábamos con los pies
en el agua y la mente en el cielo.
Volvimos
a los templetes. Ahora y por delante de ellos, casi junto al mar, había otros
vacíos con una camilla o dos en el centro.
—Ya los han puesto—dijo —Te apetece un
masaje—
Había
recibido cientos pero ninguno como el que se me ofrecía: Al aire libre, en un
espacio abierto y en medio de la playa.
—Si quieres lo tomamos a mi si me
gusta—
—Completo—
—Como quieras—
—Te invito, voy avisar a los
masajistas—
Salió
hacia recepción. Quede viendo el ir y venir de las olas, esperando.
Llego
Fletcher y una pareja, chico-chica, de masajistas. Sin duda el para mí y ella
para él.
Entramos
en uno y nos adjudicaron las camillas, indicándonos que nos tumbásemos.
Estábamos ya desnudos y, aun así, nos cubrieron con sendas toallas.
Pese
al ambiente y lo atípico del lugar un masaje siempre es un masaje. Y así empezó
aquel.
Quien
me atendía, el chico, lo inicio extendiendo por la espalda una capa de aceite,
que fue distribuyendo por hombros, cuello brazo y cintura. Sus manos
friccionaban, estiraban, oprimían los músculos, los relajaban. Me fui
adormilando. En sueños note como eliminaban la toalla, como golpeaba los
glúteos, oprimía las piernas, los gemelos. Desperté cuando un hilo de aceite
templado cayó sobre la raja de las
nalgas excitándome el ano y luego unos dedos traviesos le siguieron
masajeándolo. No sé si estaba a gusto o enfadada pero ya, a aquellas alturas del
proceso, no iba a protestar.
—Dese la vuelta—
Obedecí.
Quede
mirado el cielo azul, al masajista, a Fletcher a mi lado con su enorme polla
caída.
De
nuevo el aceite y unas manos que lo extendían. El masaje normal había terminado
y el erótico empezaba.
No
es lo mismo que te trabajen la espalda o los omoplatos que los pechos, la
tripita o el pubis. Primero los senos,
los rodeo, acaricio, apretó, después los pezones con los que jugueteo,
pellizco. El tiempo apenas pasaba y cada vez me excitaba más. Empezaba a
humedecerme a olvidarme de todo. Continúo hacia abajo. Estómago, pubis piernas. El aceite, al caer, cosquilleaba el
clítoris, las ingles. Tras él las manos, los dedos, buscando mi placer, mi
goce. Yo cada vez más y más caliente, mojada perdida.
Abrí
los ojos. Fletcher, al lado, sufría un
tratamiento similar y su pene empezaba a tener vida, fuerza, potencia.
Volví
a centrarme en mí, en aquellas manos que me daban placer que me hacían retorcer
de gusto, me hacían olvidar donde estábamos y como me encontraba.
El
sexo nunca es eterno y el clímax acabo en una oleada de fluidos vaginales, un
orgasmo continuo y una paz enorme.
—Tomemos un trago— oí entre olas.
Fletcher,
de pie, me ofrecía la mano y el pareo.
—Un roncito con limón y mucho hielo son
buenísimos para estos casos.
Un
roncito, otro y otro más. La comida, un café cargado.
Subimos
a las habitaciones. No llegue a la mía.
Al
pasar por la suya me tomo en brazos, la abrió y caímos sobre la cama.
Alguna
vez idealice estar con un negro, nunca lo hice. Hoy estaba con uno. Desnudos
bajo el enorme ventilador del techo fuimos tanteándonos, investigando nuestros
cuerpos diferentes. El buscaba mis pechos, sus pezones claros. Yo su polla. Su
enorme falo negro cada vez más firme y turgente. Jamás había tenido entre mis
manos algo parecido. Una sobre la otra apenas lo cubrían. Lo acariciaba,
frotaba, mordisqueaba. En la boca apenas si cabía pero con la lengua hacia
diabluras. Estaba claro que aquello no entraba en mi coño pero también que
íbamos a jugar a tope y que su leche terminaría regando mi cintura. Paso mucho
rato hasta que cubiertos de semen quedamos dormidos en la cama.
Eran
las cinco cuando limpios, aseados y en pareo, aguardábamos a nuestras parejas
en el bar.
Llegaron
pletóricos, sucios y contentos.
—Nos duchamos y al jacuzzi—dijo José
Luis Estampándome un beso en los labios.
José Luis
Que
será de los Fletcher, de aquel resort encantador, del yacusi. En la calle
llueve. Mañana los niños, solo ellos, podrán romper la cuarentena, podrán, como
dice la orden ministerial, ir a la farmacia, al banco o los supermercados, que
agudos. Oigo a mi suegra despotricar contra el Sr. Presidente que habla mucho y
no dice nada, que ha sido engañado, no como un chino sino por los chinos,
vendiéndole mascarillas defectuosas y test en mal estado, que es el hazmerreír
de la Comunidad Europea a la que propone medidas económicas que están en contra
de sus propios reglamentos. Que está manejando esta crisis, la más grave de las
vividas hasta ahora, con una gestión caótica, improvisada y sin consenso.
Como
diría Rick Blaine (Humphrey Bogart) a Ilsa Lund (Ingrid Berman) en la película
Casagrande (1942): “Siempre nos quedará Paris”. Pensaremos que esto acabara que
veremos de nuevo el sol, los paseos con gente, los bares, las terracitas, los
niños corriendo y los mayores meditando en cualquier banco. Pasará tiempo y nos
aferraremos, como en la película, a que el amor, la libertad y la vida están
siempre por encima de la separación o de la política con su infame y mal
manejada cuarentena, de más de 100 días.