viernes, 15 de enero de 2021

EL COÑO DE LA ENFERMERA

Conocí a Merce hace muchos años. Era una más de la veintena de alumnos que, en el curso de masaje 2003/04, esperábamos sacar el título de fisioterapeuta.
Debía tener cerca de treinta años aunque aparentaba quince. Era muy pequeña, como diría un amigo mío, estaba hecha a escala. A primera vista todo en ella era pequeño: las manos, el cuerpo, los miembros. Encima, al principio, se mostraba callada y huidiza. Como en cualquier colectividad ya de entrada se hicieron una serie de grupos. Los de más edad, los jovencitos y ella sola entre ambos. Ni en esta selección ni en la sexual se definió de manera clara. Los chicos parecían darle miedo, las chicas también, al igual que los profesores. Por lo general estaba sola y en la repartición de parejas durante las prácticas de masaje terminaba o sin nadie, debiendo ejercitarse con uno de los profesores, o sufriendo por que alguien se le acercase tomándola de compañera.
Debió pasarlo mal. Tarde casi seis meses en hablar con ella. Fue en el bar donde desayunábamos y en el destino que le hizo sentarse a mi lado. Me costó un mundo poderle pagar la consumición y otro iniciar una conversación coherente.
Le gustaba hablar. Más que nada quería contar su historia, que por otra parte no era alegre, a quien desease oírla. Era huérfana, sin nadie de familia. Vivía sola en una habitación de alquiler. Había trabajado de todo: limpiadora, repartidora, barrendera, cuidadora. Ahora estaba en una residencia de ancianos sirviendo de chica para todo: servía comidas, hacia camas, aseaba al personal, les daba fricciones, los escuchaba.
Alguien le dijo que un curso de masajes le haría subir en su escala profesional y en ello estaba. Sola en su cuarto estudiaba anatomía y soñaba, algún día, ser enfermera en el HUCA o en un centro médico privado.
Desde entonces nos relacionamos más. Ni ella ni yo debíamos andar buscando pareja para las prácticas pues, cuando me veía indeciso o desparejado, rápidamente se prestaba a compartir camilla.
Era pequeña, muy pequeña, paro tenía un cuerpo de mujer, aunque a escala. Pechos reducidos, no escasos, glúteos carnosos, cintura reducida. Algo no tenía, era pudor. Se desnudaba siempre por completo y no arrastraba la toalla para cubrirse alguna parte de su cuerpo. Dejaba que se le masajeara sin problemas y decía si, en su opinión, lo hacías bien o mal. También, y sin sonrojarse lo más mínimo, comentaba su estado menstrual, recomendándote, esos días, que bajases la presión o evitases determinadas partes de su anatomía.
Desde ese punto de vista era un encanto tanto como receptora como donante de masaje. Sus manos, pequeñas, tenían mucha fuerza y las movía con habilidad y sapiencia. Sin duda algún día sería una estupenda fisioterapéutica.

Merce
La lumbalgia es una alteración de las estructuras insertadas en el pubis (tendones, músculos, ligamentos, etc.) que generan dolor y limita las actividades deportivas, las del día a día, o las habidas en los periodos de gestación..
El área del pubis es muy importante ya que es la zona de transición de la carga entre el miembro superior e inferior.
La fisioterapia está evolucionando. Cada vez más estudios afirman que la recuperación activa es la forma más eficaz para tratar esta lesión. Los ejercicios terapéuticos y los masajes tienen que ser la base del tratamiento así como la terapia manual como complemento para una mejor recuperación.
Ese día, por algun maligno sortilegio, nos toco juntos, es mas, a me toco ser el tecnico y a ella la paciente.
Aquilino, el profesor encargado, esplico, a base de diapositivas la inserccion de los diferentes musculos, aclarandonos que, por su reducido tamaño, su recuperacion total era complicada y la posibilidad de recaidas, grande. Los diferentes musculos se insertaban sobre el hueso del pubis y alli habia que, lentamente, trabajarlos.

Masaje pélvico
Merce se tumbó en la camilla cubriéndose, con una toalla, el pecho y con otra el pubis. Era tan pequeñita que podía romperla con cualquier brusquedad.
Empecé, calentando, a base de fricciones, cintura, estómago y caderas. Sabía que debía bajar, alcanzar el pubis, ablandar las uniones musculare, pero un extraño pudor me lo impedía.
—Venga, no seas melindres, a mí no me molestas si bajas más—, la oí cuchichear por lo bajini.
Con precaución, mucha precaución, fui descendiendo por aquel vientre liso, plano como una tabla, tanteándolo, imaginando las distancias, poniendo los ojos en el extremo de mis dedos. Al notar el nacimiento del vello púbico me detuve. Era, en ella, todo tan pequeño que cualquier fallo podía hacerme cometer un tremendo error.
—Sigue, por mí no te detengas— continuo.
Ambos nos fuimos relajando. Note como sus músculos se distendían y mis manos empezaban a tener vida propia.
Baje por las ingles siguiendo los abductores, al subir tropecé de nuevo con el vello que envolvía su coñito. Ni me detuve ni ella se movió. El tiempo no se paró ni el profesor anuncio el fin de la clase. Seguí masajeando aquel coñito, cubierto únicamente por una toalla, notando la humedad de sus jugos vaginales, percibiendo eventuales escalofríos de placer, leves sacudidas, pequeños orgasmos contenidos.
Abandone ese maligno juego. Regrese al estómago y, cuando Aquilino dio por concluida la clase, la cubrí por entero con otra toalla, dejándola reposar unos minutos.
Salimos como de costumbre. Unos rápidos por ir a comer, pues tenían trabajo y otros, más lentos como yo, para tomar unos vinos.
El curso termino y, como suele suceder nos despedimos con la idea clara que en más del 75% de los casos no volveríamos a vernos.
En el 2016 tuve una caída en casa, diagnosticaron hematoma subdural, o lo que es lo mismo un coagulo de sangre por debajo de los huesos del cerebro y la necesidad de operarme y extraerlo.
Tras una semana de preparación me citaron una tarde de agosto para la intervención.
Debió ser rápida pues tras ella y por los efectos de la anestesia, lo siguiente que recuerdo es, de nuevo, la cama de mi habitación. De noche, el catéter que recogía la sangre drenada al cerebro se rompió. Aparecí regado de rojo, sintiendo como dos hercúleos enfermeros me medio limpiaban, suministraban sedantes y unos somníferos para que descansara y luego, todo se hizo negro.
Lo malo de las clínicas y hospitales es que llevan su vida al margen de los pacientes.
A las siete una diligente enfermera me despertó para tomarme tensión y temperatura, media hora después llego otra para preguntarme si había ido al servicio y ofrecerme dos nuevas pastillas. Cuando ya casi estaba de nuevo dormido aparecieron las del servicio de desayuno (estaba rendido y tenía la boca más seca que un estropajo). Al poco, una nueva pareja de enfermeras llegaron con el servicio de higiene personal y limpieza de cama.
Estaba despierto pero amodorrado. Vi una de ellas muy grande y otra muy pequeñita, como si fuese una niña. Tenía los ojos cerrados y solo deseaba que se fueran, cuanto antes mejor.
—A este es a quien se le rompió la bolsa de sangre esta noche, está hecho un Cristo— o decir a la de más tamaño dándome la vuelta para facilitar a su compañera que me lavase la espalda y retirase la sabana bajera muy manchada. Con la misma habilidad con la que antes me movió, me despojo de la camisola y me dejo desnudo boca arriba.
—Lávalo por delante—la oí decir—, yo recojo todo lo manchado y terminamos—
Entonces me di cuenta, aun con los ojos cerrados. La pequeñita era Merce, la del curso de masaje. Abrí los ojos de repente.

Higiene hospitalaria
—Por fin te despiertas dormilón, pensé que tendría que esperar otro día para saludarte—
—Hola—fue lo único capaz de articular.
Ella, risueña, seguía a lo suyo.
Con la tranquilidad que antes tenía, más la adquirida con los años, continuaba con su trabajo. Con la esponja, embebida en agua caliente jabonosa, iba limpiándome el cuerpo: pecho, brazos, cintura, pies, piernas. Cuando parecía que todo terminaba, volvió a humedecer la esponjilla y, como lo más natural del mundo, me tomo el sexo y los testículos. De forma profesional y muy erótica, los fue limpiándolos, frotándolos, excitándolos.
—Bueno, José Luis, se acabó, mañana más—
Me seco, cerro la camisola y desapareció.
La mañana siguiente llego sola. Yo, lógicamente, estaba totalmente despejado.
—Te recuperas muy rápido, mañana por la tarde te dan el alta—
Hoy no se anduvo con rodeos. Se acercó a la cama, me desnudo sobre ella y sin más preámbulo volvió a enjabonarme el sexo y los genitales. El lavado era, no higiénico sino sexual, muy sexual.
—No llevo nada debajo— me dijo al oído,
—Hazme lo que me hiciste al darme aquel masaje en la escuela—
No tuvo que repetirlo dos veces. Introduje mi mano entre sus piernas y volví acariciar aquel sexo pequeño, depilado, húmedo, agradecido. Lo recordé como entonces salvo que ella, ahora, también jugaba con el mío.

El coño de la enfermera
El tiempo, volvió a detenerse. Sus espasmos se aceleraron de pronto y un líquido viscosa humedeció mi mano. Acaricie unos segundos aquellos acicalados pelitos y me despedí de ellos hasta…. Puede que nunca, puede que muy pronto.
Me tapo y con su media sonrisa traviesa se despidió
—Fue hermoso en ambas ocasiones, que alguna vez haya una tercera—.

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