No es un río, ni un arroyo ni un viejo cauce fluvial
abandonado, es la salida natural de las aguas provenientes del páramo sur del
Moncayo que, en épocas de grandes tormentas, se encauzan por ese fondo de valle
que confluye con el río Martín. Siempre está seco y cuando no, es que algo
grave ha ocurrido o está a punto de suceder.
Soy,
por parte de padre, oriundo de Oliete, un pequeño pueblecito del Bajo Aragón,
situado al sur de desierto de los Monegros y a cien kilómetros
del norte de Teruel, la capital. A principios del siglo pasado era un lugar
floreciente acostado sobre la vega del Martín que,
con la llegada de las comunicaciones y la inmigración masiva hacía Zaragoza y
Barcelona, perdió población y vitalidad hasta convertirse en lo que es hoy: un
punto verde rodeado de mesetas estériles, secas, polvorientas y antiguas
explotaciones de lignito que la globalización y la tecnología rapiñó y abandono
en los últimos cien años.
En el hice la Primera Comunión, cuando vivían mis abuelos, y paso casi todos los veranos. Para sus habitantes
es un lugar de ensueño. Tiene el Pantano de Cueva Foradada, construido durante la Dictadura de Primo de
Ribera; la Sima de San Pedro, una oquedad natural de
trescientos metros de profundidad y quinientos de anchura bajo la que discurre una corriente
subterránea que, según algún experto local, termina en el Mediterráneo; el
Malvin con sus 450 metros,
el pico más alto del contorno; un comedero de buitres, la mejor chopera del
entorno con cientos de pasillos de árboles desde el río a la montaña, un
frontón, una piscina municipal y poco más. Como digo a mis amigos, allí ni se
venden patatas fritas ni llegan los periódicos.
Por razones climatológicas difíciles de entender los veranos
oscilan entre muy calurosos y tremendamente calurosos y las prolongadas sequías
son algo normal que a nadie extraña y solo sirven para aumentar esos bulos
urbanos que pasan de generación en generación
“Recuerdo
el año en que el pantano se secó y los barbos podían cogerse con la mano”
“Sí,
cuando al Pelón se le atascó la caballeriza en el barrizal del fondo del
pantano y debió subir el ejército a sacarla.”
“Y
aquella en que la Pilarín
se perdió bajando desde Alcaine y el pueblo se movilizo hasta encontrarla.”
Todos recordamos alguna y no hay niño en el pueblo que no
haya visto el fondo arcilloso seco y resquebrajado moteado de espinas de
pescado fruto de muchos meses sin llover.
-José Luis, este año
se seca
Fue la bienvenida que recibí de mi primo Adolfo al llegar.
Casi un año sin llover y no parece que vaya a cambiar.
Hasta entonces Rosa nunca había venido al pueblo y por lo
que se decía mi decisión se consideraba poco afortunada. Si en un año normal
era agradable por las tardes pasear y recorrer los siete kilómetros de chopera
para terminar merendando en el Barranco de las Estacas,
este no. El sol hacía sentir su poder a partir del mediodía y el pueblo se
guarecía en las casas, muchas de ellas de adobe, durmiendo esa saludable siesta
aragonesa a la espera de la llegada de la noche. Sacaban entonces mesas y
sillas a las calles o a las bancadas de los huertos y esperaban el anochecer
tomando jamón y bebiendo vino, mirando absortos el vuelo bajo de los
murciélagos que, eso sí, eliminaban del ambiente moscas y mosquitos. El cielo
volvía a ponerse rojizo y los chopos asemejaban enormes abanicos verdes que
intentaban, sin éxito, enfriar el ambiente.
Recuerdo, de niño, reunirme con mis primos a la orilla del río
para ver las constelaciones y, en la noche del
de 10 de Agosto, contemplar la llegada de “Las lágrimas de San Lorenzo” con
cientos de estrellas fugaces surcando los cielos.
-Rosa, mañana de excursión al Río Seco, así conocerás algo
de los alrededores. Saldremos prontito para evitar el calor de la subida.
Una fiambrera con tortilla de patatas, varios tomates,
lonjas de jamón, pan y agua ocupaban parte de la mochila junto a bañadores,
toallas y dos sombreros de paja. La fruta, ciertamente necesaria, la
recogeríamos durante el trayecto.
El inicio de la subida es agradable. Las múltiples riadas
han ido depositando una capa de grada fina y cascajos, especie de delta fluvial
en su unión al río, que facilita el paso. En esos ochocientos metros las
piernas se calientan y los excursionistas se acostumbran a caminar sobre rocas
pulidas de diferentes tamaños. A izquierda y derecha niveles de yesos
cristalizados, surgidos de la extrusión del Triásico bajo la presión del
Jurásico cabalgante, jalonan de manchas blancas el sendero y generan con los
primeros calores del día reflejos brillantes y molestos. La morfología, en
ascensión, se mantiene y complica. Los tamaños de las rocas crecen, sus
superficies se tornan más pulidas y la calidad de los yesos mejora. En esa zona
no es difícil encontrar maclas yesíferas perfectamente cristalizadas. Tras una
hora de camino aparece una cobertura cuaternaria formada por un conglomerado
calizo, descompuesto por los años, sobre el que empiezan a verse inicios de
humedad. Es una zona casi llana donde, hace años, una serie de casetas
agrícolas certificaban el fin de los terrenos salinos y el comienzo de tierras
húmedas y fértiles.
Hoy solo son ruinas pero en mi juventud, o al final de la
infancia, esos restos eran el espacio preferido para juegos, travesuras o,
simplemente, el inicio de nuestros despertares eróticos.
Cómo no recordar aquel curioso juego del “Cambio de prendas” en el que una pareja,
chico y chica, entrábamos en aquel cuchitril y debíamos salir cada uno con toda
la ropa del otro. No era lo peor, luego el resto de amigos y amigas preguntaban
luego sobre la rapidez o lentitud del proceso y constataban si el cambio
fue completo o si se hizo trampa. A mí, una vez, me tocó entrar con Carmen, la
del Pesador, y tras el cambio total y absoluto de vestimenta tuve que admitir
que apenas si vislumbré el punto oscuro de uno de sus pezones; los nervios, el
pudor y más que nada la poca luz interior hicieron el resto. Más tarde las
bromas, las risas y los mordaces comentarios.
“Pues sí
que los tiene pequeños”, “Esas braguitas no te sientan nada bien” o “Carmen, qué diría tu madre si te ve con
esos calzoncillos tan sucios”
Al final, juegos, pan con una porción de chocolate de
merienda y regreso.
Reiniciamos el último tramo del ascenso sobre un piso de
caliza gris blanquecina, muy fosilífera y con escasa vegetación. La meseta, o mejor el estrecho valle entre montañas, donde
moría el camino, era el premio para los sufridos montañeros. Lo recordaba mal o
tal vez el paso de los años cambio mi visión juvenil y primitiva. El enorme
rastrojo por el que se movían conejos y
perdices era una plantación de esparto reseca y agresiva. Los olivos
centenarios existentes en la conjunción de las rocas y el llano mantenían sus
formas retorcidas y fantasmagóricas. Eso sí, el entorno se notaba vivido. Donde
recordaba un hato para recoger los rebaños de ovejas ahora existían dos
cabañas, una anexa al viejo hato y otra, de reciente construcción, para guardar
los aperos de labranza, algunas balas de paja como alimento invernal del
ganado, y un jergón sobre una estructura de madera a nivel del suelo. El techo,
como todos los de la zona, de ramas de chopo resecas, atadas y entrelazadas a
las vigas superiores. Nada más. El espacio interior fresco y relativamente
limpio
En el exterior sí se percibía el paso de los años y el
trabajo del hombre. A partir de la guerra surgieron en Aragón una serie de
localidades que aprovechaban sus aguas subterráneas para el tratamiento de
algún tipo de dolencias, sobre todo reumáticas. Primero fue el Monasterio de
Piedra, en Zaragoza, y luego los de Baños de
Segura y Segura de Baños en Teruel. Eran aguas gaseosas, muy carbonatadas, con
una temperatura no por encima de los 25ºC. En el pueblo siempre se pensó que, en
algún momento, ese tipo de bien aparecería y así debió ocurrir.
Junto a la cabaña una alberca artesanal de unos tres metros
de diámetro daba fe de que en los últimos años alguien detectó la existencia de
las mismas y construyo una pileta para uso y disfrute de quienes se aventurasen
al paseo.
Apenas sí lo pensamos. En un abrir y cerrar de ojos nos
despojamos de la ropa y nos zambullimos en el líquido. Quietos sobre el fondo
sentíamos cómo el cuerpo se cubría de burbujas
gaseosas que nos masajeaban relajándonos por completo. Sobre nuestras
cabezas el cielo azul, el sol y el vuelo regio de algunos buitres que oteaban
desde la altura posibles presas nos acompañaban en el baño. Siempre pienso que
lugares semidesérticos como este, playas solitarias o entornos cálidos en donde
la naturaleza se sobrepone al hombre, incitan al nudismo. Y así, como venimos al
mundo, pasamos la mañana y de tal guisa
nos resguardamos en la cabaña a sobrellevar las horas más tórridas de la tarde.
Comimos, nos acurrucamos sobre un colchón de toallas y entre unas cosas y otras
terminamos amándonos y poseyéndonos mientras el calor hacía crepitar las hojas
y resquebrajaba el suelo arcilloso, ahora seco, que bordeaba la pileta.
El cielo, o mejor dicho, el tejado se nos vino encima. No
fue un movimiento del terreno ya que entre el polvo, la paja y las hojas secas
que flotaban en el aire, dos niñas, como de doce años, salieron corriendo,
llegaron al camino y desaparecieron de nuestra vista. Una, la nieta del Pesador, la hija de Carmen, la otra,
una amiga. Estaba claro que la antigua costumbre de ocupar las cabañas para
juegos inocentes, ahora mejoraba con el voyeurismo condicionado por el uso
nudista de las albercas, seguía perpetuándose con el paso de los años.
Volvimos
al agua y envueltos por miles de burbujas de anhídrido carbónico esperamos que
el sol desapareciese tras la mole del Malvín y el camino de descenso se
tapizase de sombras.
Al llegar al Martín, el cielo se tiño de rojo. “Rojo al poniente, bueno al siguiente”,
diría mi padre. Mañana el sol, la sequía, las siestas eternas, seguirían siendo
la enseña de este Aragón perdido, desconocido y maravilloso de nuestra España
Profunda.