No era una pregunta, ni una afirmación, ni la
constatación de un hecho. Era una petición
Cuando mi santa esposa me sorprende con algo
parecido es que quiere algo.
—He visto en Grupalia una oferta buenísima para
pasar tres días en Taramundi. ¿No te apetecería? De cualquier forma ya la he pedido.
Si quieres la anulas, pero podríamos celebrar allí San Valentín y…
Maldad femenina. A estas alturas de la misa quién se
atreve a cambiar un viaje romántico al occidente asturiano por un bolsito, una
cena o un ramo de flores.
Hice de tripas corazón, anulé mis inexistentes
compromisos y desoyendo las previsiones de todos los hombres del tiempo salimos,
un nuboso día de Febrero, hacía el reino de las navajas.
Antes de inaugurarse la Autovía del Cantábrico el
viaje hubiese sido de locos, hoy no. Es molesto por el tráfico y la lluvia pero
nada que no aguantase este viejo jubilado.
Desayunamos en el puerto pesquero de Tapia de
Casariego, si por mí hubiese sido allí nos habríamos quedado: buenos hoteles, excelentes
vistas, chigres marineros con todo tipo
de marisco, una delicia; pero no había que ir a Taramundi, ya lo habíamos pagado.
La Rectoral fue un excelente hotel en las años
ochenta edificado sobre las ruinas de una vieja casona del siglo XVIII y
conocido entonces como la “Posada del PSOE” por ser este partido quien lo
promocionó con la impagable propaganda de “El País” en sus páginas
gastronómicas, subiéndolo a lo más alto del ranking nacional.
Muy abrigados nos acercamos a la quesería, luego a
saludar al más veterano de los artesanos locales en la elaboración de las famosas
navalles de Taramundi, Díaz y
Bermúdez, y comprar algunas de sus piezas, al final el frío nos condujo al
hotel. Pasamos la tarde al confortable
calor del Spa, cómo no, solos, perdidos
en la inmensidad de la pileta.
San Valentín amaneció soleado, aburrido. Ni al amor
o el sexo podían eliminar el cielo gris, el aguanieve que empezaba a cubrir las
calles, el viento glacial del norte. Los generosos vinos, el queso o el chorizo
tampoco ayudaron.
—Hoy tienen compañía
—dijo la recepcionista del Spa cuando nos vio
llegar.
Desde el vestuario vimos dos cabezas, hombre y
mujer, sobresaliendo del agua.
—Mira, están completamente desnudos —dijo de repente
Rosa con un grito entre exclamación y sorpresa. Salieron del agua y en
pelotilla picada, entraron en la sauna.
— Qué hacemos —pregunto
de nuevo.
—Lo que ellos —contesté despojándome del bañador.
Hizo lo mismo y, como vinimos al mundo, entramos en el Spa.
Loyda y Arkin eran noruegos, bueno, ella no, llegó
al país, desde Costa Rica, en un intercambio de estudiantes y allí se quedó. Trabajaba
como intérprete para refugiados políticos y, lógicamente, su castellano era
correctísimo. Él, funcionario, llevaba las oficinas del COI noruego en su
ciudad natal, Lillehammer, a ciento ochenta kilómetros al norte de Oslo, donde
se celebraron las Olimpiadas de Invierno de 1994, y
solo chapurreaba, muy bien, nuestro idioma.
Su vivienda y la casa de campo donde iban en verano
sobre los fiordos de Bergen poseían sauna comunitaria y lo de convivir desnudos
era para ellos de lo más normal. Pasé la tarde contemplando las dos mujeres
que, a sus anchas, se pavoneaban por el Spa. Los pechos, amplios y algo caídos, de la española contra los dos pequeños limones de la
tica, los glúteos robustos de ambas y
su desparpajo entrando y saliendo de los chorros de agua. Como fin de fiesta de
San Valentín no había estado mal, nada
mal.
En Tapia paramos a comer. Unos tentáculos de pulpo a
la plancha con aguacate, ventresca y vinagreta de lima de entrada y fritos de
pixín con tres salsas del Cantábrico sirvieron para hacernos olvidar la nieve,
el frío y la conducción. Es raro, decía
el hombre del tiempo en televisión, después de tener el año más seco del siglo,
ahora tenemos la nevada mayor, sin duda, pensé yo, por aquello tan manido
del cambio climático.
En el sofá, con una ginebra, muy cargada, con abundante
hielo y una rajita de limón, recuerdo lo pasado, sobre todo aquella tarde en la
sauna con la pareja noruega, y el descenso hacía el infierno de la Sierra de Ouroso. Sin duda,
como comenta el periódico, un ramillete de gardenias blancas, de exquisito aroma
y profundo simbolismo, un será mejor regalo por
San Valentín, el año próximo, que un viaje al más allá, a Taramundi.
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