miércoles, 11 de marzo de 2015

LA NEVADA

 —Ya no me quieres.
No era una pregunta, ni una afirmación, ni la constatación de un hecho. Era una petición
Cuando mi santa esposa me sorprende con algo parecido es que quiere algo.
—He visto en Grupalia una oferta buenísima para pasar tres días en Taramundi. ¿No te apetecería? De cualquier forma ya la he pedido. Si quieres la anulas, pero podríamos celebrar allí San Valentín y…
Maldad femenina. A estas alturas de la misa quién se atreve a cambiar un viaje romántico al occidente asturiano por un bolsito, una cena o un ramo de flores.
Hice de tripas corazón, anulé mis inexistentes compromisos y desoyendo las previsiones de todos los hombres del tiempo salimos, un nuboso día de Febrero, hacía el reino de las navajas.
Antes de inaugurarse la Autovía del Cantábrico el viaje hubiese sido de locos, hoy no. Es molesto por el tráfico y la lluvia pero nada que no aguantase este viejo jubilado.
Desayunamos en el puerto pesquero de Tapia de Casariego, si por mí hubiese sido allí nos habríamos quedado: buenos hoteles, excelentes vistas, chigres  marineros con todo tipo de marisco, una delicia; pero no había que ir a Taramundi, ya lo habíamos pagado.
La Rectoral fue un excelente hotel en las años ochenta edificado sobre las ruinas de una vieja casona del siglo XVIII y conocido entonces como la “Posada del PSOE” por ser este partido quien lo promocionó con la impagable propaganda de “El País” en sus páginas gastronómicas, subiéndolo a lo más alto del ranking nacional.
Seguía  como antes. La Rectoral mantenía su cartel rustico de madera a la entrada  y, en conjunto, daba la impresión de que los años no habían pasado por ella. Muy pocos huéspedes, sin ser fatalista éramos los únicos. Habitación superior con terracita cubierta y vistas a la montaña, conexión hi-fi, excelente calefacción y cama matrimonial con almohada adicional, como pedimos al hacer la reserva. Era retroceder diez años en el tiempo. Pero no, algo estaba de más. En lugar del viejo gimnasio y ocupando su vieja situación, un hermoso spa con piscina hidrotermal, jacuzzi, saunas y área de relax nos ofrecía un aliciente antaño desconocido; algo nuevo para un viejo San Valentín.
Muy abrigados nos acercamos a la quesería, luego a saludar al más veterano de los artesanos locales en la elaboración de las famosas navalles de Taramundi, Díaz y Bermúdez, y comprar algunas de sus piezas, al final el frío nos condujo al hotel.  Pasamos la tarde al confortable calor del Spa, cómo no, solos,  perdidos en la inmensidad de la pileta.
San Valentín amaneció soleado, aburrido. Ni al amor o el sexo podían eliminar el cielo gris, el aguanieve que empezaba a cubrir las calles, el viento glacial del norte. Los generosos vinos, el queso o el chorizo tampoco ayudaron.
—Hoy tienen compañía  —dijo  la recepcionista del Spa cuando nos vio llegar.
Desde el vestuario vimos dos cabezas, hombre y mujer, sobresaliendo del agua.
—Mira, están completamente desnudos —dijo de repente Rosa con un grito entre exclamación y sorpresa. Salieron del agua y en pelotilla picada, entraron en la sauna.
— Qué hacemos —pregunto de nuevo.
—Lo que ellos —contesté despojándome del bañador. Hizo lo mismo y, como vinimos al mundo, entramos en el Spa.
Estábamos solos, pero no; totalmente desnudos y sumergidos en las burbujeantes aguas del jacuzzi vimos cómo salían de la finlandesa y, sin ningún pudor, nos acompañaban en el baño.
Loyda y Arkin eran noruegos, bueno, ella no, llegó al país, desde Costa Rica, en un intercambio de estudiantes y allí se quedó. Trabajaba como intérprete para refugiados políticos y, lógicamente, su castellano era correctísimo. Él, funcionario, llevaba las oficinas del COI noruego en su ciudad natal, Lillehammer, a ciento ochenta kilómetros al norte de Oslo, donde se celebraron las Olimpiadas de Invierno de 1994, y solo chapurreaba, muy bien, nuestro idioma.
Su vivienda y la casa de campo donde iban en verano sobre los fiordos de Bergen poseían sauna comunitaria y lo de convivir desnudos era para ellos de lo más normal. Pasé la tarde contemplando las dos mujeres que, a sus anchas, se pavoneaban por el Spa. Los pechos, amplios y algo caídos, de la española contra los dos pequeños limones de la tica, los glúteos robustos de ambas y su desparpajo entrando y saliendo de los chorros de agua. Como fin de fiesta de San Valentín no había estado mal, nada  mal.
Desayunamos juntos y nos despedimos. Ellos hacía Lugo, nosotros a Oviedo. El agua nieve que caía en Taramundi nos acompañó por el valle, cambiándose a nieve según ascendíamos la Sierra de Ouroso, de 1033 metros. En la cima la nevada era espectacular. Afortunadamente un camión quitanieves esperaba algún incauto, como nosotros, para acompañarlo en el descenso. La bajada fue dantesca, el coche, más que  rodar se deslizaba, cada poco nos salíamos de la rodada y terminábamos en el arcén, la visibilidad nula. Rosa hecha un mar de lágrimas rezando a todos los santos para que aquello acabase, jurando que el próximo San Valentín solo en el Caribe o en casa. Por fin llegamos a la confluencia con la autovía Vegadeo-Oviedo y la nieve, por encanto, desapareció.
En Tapia paramos a comer. Unos tentáculos de pulpo a la plancha con aguacate, ventresca y vinagreta de lima de entrada y fritos de pixín con tres salsas del Cantábrico sirvieron para hacernos olvidar la nieve, el frío y la conducción. Es raro, decía el hombre del tiempo en televisión,  después de tener el año más seco del siglo, ahora tenemos la nevada mayor, sin duda, pensé yo, por aquello tan manido del cambio climático.
En el sofá, con una ginebra, muy cargada, con abundante hielo y una rajita de limón, recuerdo lo pasado, sobre todo aquella tarde en la sauna con la pareja noruega, y el descenso hacía el infierno de la Sierra de Ouroso. Sin duda, como comenta el periódico, un ramillete de gardenias blancas, de exquisito aroma y profundo simbolismo, un será mejor regalo por San Valentín, el año próximo, que un viaje al más allá, a Taramundi.

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