viernes, 27 de marzo de 2015

EL RIO SECO

No es un río, ni un arroyo ni un viejo cauce fluvial abandonado, es la salida natural de las aguas provenientes del páramo sur del Moncayo que, en épocas de grandes tormentas, se encauzan por ese fondo de valle que confluye con el río Martín. Siempre está seco y cuando no, es que algo grave ha ocurrido o está a punto de suceder.
Soy, por parte de padre, oriundo de Oliete, un pequeño pueblecito del Bajo Aragón, situado al sur de desierto de los Monegros y a cien kilómetros del norte de Teruel, la capital. A principios del siglo pasado era un lugar floreciente acostado sobre la vega del Martín que, con la llegada de las comunicaciones y la inmigración masiva hacía Zaragoza y Barcelona, perdió población y vitalidad hasta convertirse en lo que es hoy: un punto verde rodeado de mesetas estériles, secas, polvorientas y antiguas explotaciones de lignito que la globalización y la tecnología rapiñó y abandono en los últimos cien años.
En el hice la Primera Comunión, cuando vivían mis abuelos, y paso casi todos los veranos. Para sus habitantes es un lugar de ensueño. Tiene el Pantano de Cueva Foradada, construido durante la Dictadura de Primo de Ribera; la Sima de San Pedro, una oquedad natural de trescientos metros de profundidad y quinientos de anchura  bajo la que discurre una corriente subterránea que, según algún experto local, termina en el Mediterráneo; el Malvin con sus 450 metros, el pico más alto del contorno; un comedero de buitres, la mejor chopera del entorno con cientos de pasillos de árboles desde el río a la montaña, un frontón, una piscina municipal y poco más. Como digo a mis amigos, allí ni se venden patatas fritas ni llegan los periódicos. 
Por razones climatológicas difíciles de entender los veranos oscilan entre muy calurosos y tremendamente calurosos y las prolongadas sequías son algo normal que a nadie extraña y solo sirven para aumentar esos bulos urbanos que pasan de generación en generación
“Recuerdo el año en que el pantano se secó y los barbos podían cogerse con la mano”
“Sí, cuando al Pelón se le atascó la caballeriza en el barrizal del fondo del pantano y debió subir el ejército a sacarla.”
“Y aquella en que la Pilarín se perdió bajando desde Alcaine y el pueblo se movilizo hasta encontrarla.”
Todos recordamos alguna y no hay niño en el pueblo que no haya visto el fondo arcilloso seco y resquebrajado moteado de espinas de pescado fruto de muchos meses sin llover.
-José Luis, este año se seca
Fue la bienvenida que recibí de mi primo Adolfo al llegar. Casi un año sin llover y no parece que vaya a cambiar.
Hasta entonces Rosa nunca había venido al pueblo y por lo que se decía mi decisión se consideraba poco afortunada. Si en un año normal era agradable por las tardes pasear y recorrer los siete kilómetros de chopera para terminar merendando en el Barranco de las Estacas, este no. El sol hacía sentir su poder a partir del mediodía y el pueblo se guarecía en las casas, muchas de ellas de adobe, durmiendo esa saludable siesta aragonesa a la espera de la llegada de la noche. Sacaban entonces mesas y sillas a las calles o a las bancadas de los huertos y esperaban el anochecer tomando jamón y bebiendo vino, mirando absortos el vuelo bajo de los murciélagos que, eso sí, eliminaban del ambiente moscas y mosquitos. El cielo volvía a ponerse rojizo y los chopos asemejaban enormes abanicos verdes que intentaban, sin éxito, enfriar el ambiente.
Recuerdo, de niño, reunirme con mis primos a la orilla del río para ver las constelaciones y, en la noche del de 10 de Agosto, contemplar la llegada de “Las lágrimas de San Lorenzo” con cientos de estrellas fugaces surcando los cielos.
-Rosa, mañana de excursión al Río Seco, así conocerás algo de los alrededores. Saldremos prontito para evitar el calor de la subida. 
Una fiambrera con tortilla de patatas, varios tomates, lonjas de jamón, pan y agua ocupaban parte de la mochila junto a bañadores, toallas y dos sombreros de paja. La fruta, ciertamente necesaria, la recogeríamos durante el trayecto.
El inicio de la subida es agradable. Las múltiples riadas han ido depositando una capa de grada fina y cascajos, especie de delta fluvial en su unión al río, que facilita el paso. En esos ochocientos metros las piernas se calientan y los excursionistas se acostumbran a caminar sobre rocas pulidas de diferentes tamaños. A izquierda y derecha niveles de yesos cristalizados, surgidos de la extrusión del Triásico bajo la presión del Jurásico cabalgante, jalonan de manchas blancas el sendero y generan con los primeros calores del día reflejos brillantes y molestos. La morfología, en ascensión, se mantiene y complica. Los tamaños de las rocas crecen, sus superficies se tornan más pulidas y la calidad de los yesos mejora. En esa zona no es difícil encontrar maclas yesíferas perfectamente cristalizadas. Tras una hora de camino aparece una cobertura cuaternaria formada por un conglomerado calizo, descompuesto por los años, sobre el que empiezan a verse inicios de humedad. Es una zona casi llana donde, hace años, una serie de casetas agrícolas certificaban el fin de los terrenos salinos y el comienzo de tierras húmedas y fértiles.
Hoy solo son ruinas pero en mi juventud, o al final de la infancia, esos restos eran el espacio preferido para juegos, travesuras o, simplemente, el inicio de nuestros despertares eróticos.   
Cómo no recordar aquel curioso juego del “Cambio de prendas” en el que una pareja, chico y chica, entrábamos en aquel cuchitril y debíamos salir cada uno con toda la ropa del otro. No era lo peor, luego el resto de amigos y amigas preguntaban luego sobre la rapidez o lentitud del proceso y constataban si el cambio fue completo o si se hizo trampa. A mí, una vez, me tocó entrar con Carmen, la del Pesador, y tras el cambio total y absoluto de vestimenta tuve que admitir que apenas si vislumbré el punto oscuro de uno de sus pezones; los nervios, el pudor y más que nada la poca luz interior hicieron el resto. Más tarde las bromas, las risas y los mordaces comentarios.
“Pues sí que los tiene pequeños”, “Esas braguitas no te sientan nada bien” o “Carmen, qué diría tu madre si te ve con esos calzoncillos tan sucios”
Al final, juegos, pan con una porción de chocolate de merienda y regreso.
Reiniciamos el último tramo del ascenso sobre un piso de caliza gris blanquecina, muy fosilífera y con escasa vegetación. La meseta, o mejor el estrecho valle entre montañas, donde moría el camino, era el premio para los sufridos montañeros. Lo recordaba mal o tal vez el paso de los años cambio mi visión juvenil y primitiva. El enorme rastrojo por el que se movían  conejos y perdices era una plantación de esparto reseca y agresiva. Los olivos centenarios existentes en la conjunción de las rocas y el llano mantenían sus formas retorcidas y fantasmagóricas. Eso sí, el entorno se notaba vivido. Donde recordaba un hato para recoger los rebaños de ovejas ahora existían dos cabañas, una anexa al viejo hato y otra, de reciente construcción, para guardar los aperos de labranza, algunas balas de paja como alimento invernal del ganado, y un jergón sobre una estructura de madera a nivel del suelo. El techo, como todos los de la zona, de ramas de chopo resecas, atadas y entrelazadas a las vigas superiores. Nada más. El espacio interior fresco y relativamente limpio
En el exterior sí se percibía el paso de los años y el trabajo del hombre. A partir de la guerra surgieron en Aragón una serie de localidades que aprovechaban sus aguas subterráneas para el tratamiento de algún tipo de dolencias, sobre todo reumáticas. Primero fue el Monasterio de Piedra, en Zaragoza, y luego los de Baños de Segura y Segura de Baños en Teruel. Eran aguas gaseosas, muy carbonatadas, con una temperatura no por encima de los 25ºC. En el pueblo siempre se pensó que, en algún momento, ese tipo de bien aparecería y así debió ocurrir.
Junto a la cabaña una alberca artesanal de unos tres metros de diámetro daba fe de que en los últimos años alguien detectó la existencia de las mismas y construyo una pileta para uso y disfrute de quienes se aventurasen al paseo.
Apenas sí lo pensamos. En un abrir y cerrar de ojos nos despojamos de la ropa y nos zambullimos en el líquido. Quietos sobre el fondo sentíamos cómo el cuerpo se cubría de burbujas  gaseosas que nos masajeaban relajándonos por completo. Sobre nuestras cabezas el cielo azul, el sol y el vuelo regio de algunos buitres que oteaban desde la altura posibles presas nos acompañaban en el baño. Siempre pienso que lugares semidesérticos como este, playas solitarias o entornos cálidos en donde la naturaleza se sobrepone al hombre, incitan al nudismo. Y así, como venimos al mundo,  pasamos la mañana y de tal guisa nos resguardamos en la cabaña a sobrellevar las horas más tórridas de la tarde. Comimos, nos acurrucamos sobre un colchón de toallas y entre unas cosas y otras terminamos amándonos y poseyéndonos mientras el calor hacía crepitar las hojas y resquebrajaba el suelo arcilloso, ahora seco, que bordeaba la pileta.
El cielo, o mejor dicho, el tejado se nos vino encima. No fue un movimiento del terreno ya que entre el polvo, la paja y las hojas secas que flotaban en el aire, dos niñas, como de doce años, salieron corriendo, llegaron al camino y desaparecieron de nuestra vista. Una, la nieta del Pesador, la hija de Carmen, la otra, una amiga. Estaba claro que la antigua costumbre de ocupar las cabañas para juegos inocentes, ahora mejoraba con el voyeurismo condicionado por el uso nudista de las albercas, seguía perpetuándose con el paso de los años.
Volvimos al agua y envueltos por miles de burbujas de anhídrido carbónico esperamos que el sol desapareciese tras la mole del Malvín y el camino de descenso se tapizase de sombras.
Al llegar al Martín, el cielo se tiño de rojo. “Rojo al poniente, bueno al siguiente”, diría mi padre. Mañana el sol, la sequía, las siestas eternas, seguirían siendo la enseña de este Aragón perdido, desconocido y maravilloso de nuestra España Profunda.

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